Este artículo propone una reflexión en torno a la situación actual de la izquierda, derrotada por el gran capital, condenada al ostracismo, cuya denominación ha sido usurpada por partidos de corte neoliberal, lo cual desmoviliza y sume en la resignación a la clase trabajadora.
La primera entrega de una serie de artículos de Julio Anguita, a ser publicados en el diario Público, ha causado cierta conmoción en los círculos más progresistas de la sociedad española[1]. Acostumbrados como estamos a los análisis del excoordinador general de Izquierda Unida, perfectamente hilados y, como en ocasiones él mismo admite, orientados a hacer pensar a la gente; resulta inquietante que el artículo comience con el reconocimiento expreso de la derrota de la izquierda.
La primera entrega de una serie de artículos de Julio Anguita, a ser publicados en el diario Público, ha causado cierta conmoción en los círculos más progresistas de la sociedad española[1]. Acostumbrados como estamos a los análisis del excoordinador general de Izquierda Unida, perfectamente hilados y, como en ocasiones él mismo admite, orientados a hacer pensar a la gente; resulta inquietante que el artículo comience con el reconocimiento expreso de la derrota de la izquierda.
Muchos comentarios en la edición digital del artículo han identificado en las palabras del político andaluz cierto tono de rendición, de resignación a una realidad en la que el demonio neoliberal ha tomado posesión de una sociedad que ya no puede ser exorcizada. En definitiva, tan siquiera la mención de la posibilidad de derrota supone un golpe demasiado duro para ser aceptado por muchos de aquellos que han soñado con un mundo mejor, que han puesto sus energías en avanzar en los conceptos de libertad, igualdad y fraternidad que, de repente, los mercados han decidido que han quedado desfasados.
Esta guerra perdida comenzó hace mucho tiempo, generaciones atrás, cuando hombres y mujeres tomaron conciencia de la necesidad de lucha para alcanzar plena justicia social. Se sucedieron revoluciones, se escribieron grandes obras que sostenían con argumentos la legitimidad de la clase obrera para alzarse contra el enemigo que la explota. Un enemigo sagaz, con recursos, a quien una vez tras otra se subestimó, que fue aprendiendo de cada movimiento obrero, que hizo cátedra del keynesianismo y del marxismo. Así cayeron la Comuna de París, la Constitución de Weimar, la imperfecta Unión Soviética; mientras a la incomprendida Cuba la miran con ojos de ave carroñera a la espera de que los hermanos Castro pasen a mejor vida.
Aquella aparente paz entre clases, que se creyó eterna, resultó ser una breve tregua necesaria a causa de la destrucción causada tras una gran guerra fratricida entre hermanos obreros que empuñaban armas fabricadas por las mismas multinacionales que hoy suministran a los ejércitos del mundo entero. El movimiento obrero de una parte privilegiada del planeta, descafeinado ante aquel periodo de calma, no fue capaz de comprender que los Derechos Humanos, declarados por aquel entonces, no fueron más que concesiones que algún día quedarían en papel mojado. Y ese día ha llegado.
La guerra de clases volvía silenciosamente a reactivarse mientras, ignorante a ello, la clase trabajadora del eufemísticamente llamado Primer Mundo, afectada por la fiebre del consumo fácil y el hipnotismo del circo mediático, no plantó resistencia. Dos no luchan si uno no quiere, por tanto lo que tendría que ser una contienda se redujo a masacre. Masacre de derechos, de sueños, de cualquier atisbo de Estado del Bienestar. Como bien dice Anguita, ahí yace la izquierda, dividida, rota, condenada a ser ignorada por utópica y decimonónica, como si la esclavitud que ahora nos quieren imponen los vencedores fuese algo moderno.
Y es que reconocer la derrota es el primer paso para comenzar la reconstrucción y emprender una nueva lucha. Ni siquiera el término izquierda ha sido respetado, vampirizado por terceras vías y personalismos deseosos de escaño que hicieron el juego sucio a los grandes poderes. Es patente la resignación de los trabajadores frente al poder omnímodo de la banca y los grandes empresarios. La clase trabajadora olvidó hace mucho tiempo que con una actitud pasiva no se consiguen avances sociales. Así, cuando hace dos décadas los expertos a sueldo de los hoy vencedores anunciaban en columnas de opinión que el Estado del Bienestar estaba condenado a ser inviable, lo lógico hubieran sido calles inundadas de trabajadores rechazando tan siquiera la insinuación de dar un paso atrás.
La lucha por el progreso social sólo tiene sentido si el pueblo desea ese cambio y se implica en su consecución. Para ello, la clase obrera ha de volver a encontrar su identidad fuera de todo tecnicismo, de toda terminología que la neolengua del neoliberalismo se ha encargado de desacreditar. La guerra de clases sólo podrá ser reemprendida cuando la voluntad de crear un frente común de los "de abajo" sea férrea. Aún quedan recientes los movimientos de indignación que explotaron en mayo de 2011 que, a pesar de sus imperfecciones, tuvieron la virtud de movilizar a una fracción de la población y ganarse momentáneamente la simpatía de la mayoría. Con mucho por mejorar en cuestiones organizativas, el latente peligro de manipulación por terceros y el continuo acoso del enemigo mediático, desde el momento en que supieron proponer ese frente común al que llamaron indignación, estos movimientos marcaron un camino a tener en cuenta.
Entender dónde estamos es el primer paso para encender la luz de la esperanza en un pueblo que, en su fuero interno, no desea vivir de rodillas. El reconocimiento de la derrota frente al gran capital permitirá romper la división entre los movimientos de izquierda actuales que, fusil ideológico al hombro, no pueden permitirse una guerra de guerrillas a la espalda de la ciudadanía. La unión hace la fuerza y los de abajo somos mayoría.
Esta guerra perdida comenzó hace mucho tiempo, generaciones atrás, cuando hombres y mujeres tomaron conciencia de la necesidad de lucha para alcanzar plena justicia social. Se sucedieron revoluciones, se escribieron grandes obras que sostenían con argumentos la legitimidad de la clase obrera para alzarse contra el enemigo que la explota. Un enemigo sagaz, con recursos, a quien una vez tras otra se subestimó, que fue aprendiendo de cada movimiento obrero, que hizo cátedra del keynesianismo y del marxismo. Así cayeron la Comuna de París, la Constitución de Weimar, la imperfecta Unión Soviética; mientras a la incomprendida Cuba la miran con ojos de ave carroñera a la espera de que los hermanos Castro pasen a mejor vida.
Aquella aparente paz entre clases, que se creyó eterna, resultó ser una breve tregua necesaria a causa de la destrucción causada tras una gran guerra fratricida entre hermanos obreros que empuñaban armas fabricadas por las mismas multinacionales que hoy suministran a los ejércitos del mundo entero. El movimiento obrero de una parte privilegiada del planeta, descafeinado ante aquel periodo de calma, no fue capaz de comprender que los Derechos Humanos, declarados por aquel entonces, no fueron más que concesiones que algún día quedarían en papel mojado. Y ese día ha llegado.
La guerra de clases volvía silenciosamente a reactivarse mientras, ignorante a ello, la clase trabajadora del eufemísticamente llamado Primer Mundo, afectada por la fiebre del consumo fácil y el hipnotismo del circo mediático, no plantó resistencia. Dos no luchan si uno no quiere, por tanto lo que tendría que ser una contienda se redujo a masacre. Masacre de derechos, de sueños, de cualquier atisbo de Estado del Bienestar. Como bien dice Anguita, ahí yace la izquierda, dividida, rota, condenada a ser ignorada por utópica y decimonónica, como si la esclavitud que ahora nos quieren imponen los vencedores fuese algo moderno.
Y es que reconocer la derrota es el primer paso para comenzar la reconstrucción y emprender una nueva lucha. Ni siquiera el término izquierda ha sido respetado, vampirizado por terceras vías y personalismos deseosos de escaño que hicieron el juego sucio a los grandes poderes. Es patente la resignación de los trabajadores frente al poder omnímodo de la banca y los grandes empresarios. La clase trabajadora olvidó hace mucho tiempo que con una actitud pasiva no se consiguen avances sociales. Así, cuando hace dos décadas los expertos a sueldo de los hoy vencedores anunciaban en columnas de opinión que el Estado del Bienestar estaba condenado a ser inviable, lo lógico hubieran sido calles inundadas de trabajadores rechazando tan siquiera la insinuación de dar un paso atrás.
La lucha por el progreso social sólo tiene sentido si el pueblo desea ese cambio y se implica en su consecución. Para ello, la clase obrera ha de volver a encontrar su identidad fuera de todo tecnicismo, de toda terminología que la neolengua del neoliberalismo se ha encargado de desacreditar. La guerra de clases sólo podrá ser reemprendida cuando la voluntad de crear un frente común de los "de abajo" sea férrea. Aún quedan recientes los movimientos de indignación que explotaron en mayo de 2011 que, a pesar de sus imperfecciones, tuvieron la virtud de movilizar a una fracción de la población y ganarse momentáneamente la simpatía de la mayoría. Con mucho por mejorar en cuestiones organizativas, el latente peligro de manipulación por terceros y el continuo acoso del enemigo mediático, desde el momento en que supieron proponer ese frente común al que llamaron indignación, estos movimientos marcaron un camino a tener en cuenta.
Entender dónde estamos es el primer paso para encender la luz de la esperanza en un pueblo que, en su fuero interno, no desea vivir de rodillas. El reconocimiento de la derrota frente al gran capital permitirá romper la división entre los movimientos de izquierda actuales que, fusil ideológico al hombro, no pueden permitirse una guerra de guerrillas a la espalda de la ciudadanía. La unión hace la fuerza y los de abajo somos mayoría.
[1] Julio Anguita: "¿Dónde estamos?". Público, 26 de marzo de 2012.
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