Nos encontramos ante una crisis que alcanza dimensiones globales. No se trata de una simple crisis económica, sino de una crisis de civilización, una crisis sistémica que lleva implicando la destrucción permanente de empleo, la desaparición progresiva de los derechos de la ciudadanía, sin más perspectivas de mejora que demagogias electoralistas acompañadas de la obligación a los ciudadanos de apretarse el cinturón.
La clase política dominante se ha plegado a lo que eufemísticamente llaman mercados, sin atreverse a dar nombres y apellidos. Por eso, más que nunca, en los últimos años se ha demostrado la degradación de la democracia hasta el límite de que las decisiones políticas han sido tomadas en torno a las demandas de quienes controlan aquellos mercados.
La codicia de aquéllos ha llevado a Grecia al borde de la ruina, mientras países como Portugal o Irlanda, incluso España o Italia, amenazan con seguir su camino. Los países en vías de desarrollo cada día están peor. Los ciudadanos de los países más ricos, tarde o temprano, verán disminuir sus estándares de vida. No se gobierna para el beneficio de los ciudadanos, sino para el uno por cierto de la población que cada día maneja los hilos del mundo con mayor firmeza y decisión.
Esta singularidad antidemocrática en la que nos encontramos supone una contrarrevolución cuyo punto de mira es la ciudadanía, la clase trabajadora, debilitada tras años de aparente tranquilidad, simulada opulencia, deliberada manipulación de una realidad que comienza a mostrar su crudeza, su salvaje naturaleza depredadora de derechos, como ya han visto en España funcionarios y pensionistas en sus salarios, como todos iremos notando en la programada degradación del servicio sanitario público, de la educación, en definitiva, de todo lo que consideramos parte de nuestro incipiente estado del bienestar.
Los mercados han encerrado en su puño a un mundo globalizado cuyos políticos, en todo el globo, actúan como sus capataces. Los ciudadanos quedamos reducidos a plebeyos bajo el yugo de los látigos de aquéllos, apenas conscientes de la verdadera mano que dicta nuestros destinos.
Durante el año 2011, en Egipto, Túnez, España, Israel, Estados Unidos, la ciudadanía ha empezado a despertar de los efectos de los potentes narcóticos de la propaganda de los medios de comunicación. El circo no es suficiente cuando no hay pan. La gente sale a la calle a pedir explicaciones, a exigir democracia.
El cambio, la salida a esta situación de degradación democrática, el establecimiento de la justicia social, el cumplimiento efectivo de los derechos humanos, ha de partir de la propia ciudadanía. La clase política dominante no va a cambiar su estatus de servilismo a los mercados mientras la ciudadanía permanezca en sus casas, en silencio, desunida, conformista, indolente.
El nuevo de un nuevo orden mundial basado en los valores fundamentales de los derechos humanos, en la justicia social, aún puede ser una utopía lejana, pero merece la pena dar el primer paso.
El 15 de octubre es una fecha transcendental. Por primera vez en la historia, la ciudadanía de decenas de países saldrá a las calles a exigir el derecho a una democracia de verdad, a un cambio global donde los políticos sirvan al pueblo. Hemos de decir bien alto y claro que los ciudadanos somos más numerosos, por tanto más fuertes, que las élites económicas y financieras. Para demostrarlo, está en las manos de la ciudadanía salir a la calle, pacíficamente, exigiendo a los políticos que rindan cuentas a quienes les confiamos su voto.