Hace un tiempo escribí un artículo donde sugería la necesidad de contraargumentar los tópicos y razonamientos en los que se basan los voceros del neoliberalismo -comúnmente denominados “expertos”- para mantener y justificar las desigualdades de este sistema imperante. Como explicaba en aquel artículo, a este menester ya se dedican académicos de la talla de Vicenç Navarro, quien en su blog periódicamente desmonta las argumentaciones del establishment político nacional y europeo, mostrando claramente las falacias e inexactitudes en las que aquéllos se apoyan.
Recibí algunas respuestas a mi artículo muy interesantes y constructivas. Una de ellas me llamó especialmente la atención pues planteaba la problemática que suponía emplear energías en descubrir los trucos de los "trileros", desmontar sus engaños, en vez de emplearlas en acciones directamente más constructivas para la mejora de nuestra sociedad. Este comentario sugería que el esfuerzo de descubrir y explicar las falacias de los pensadores neoliberales supone entrar en su juego, darles aún mayor eco a su propaganda, lo que implica además una distracción y desperdicio de energía para aquellos que luchamos por asentar las bases de una sociedad más justa.
En otro contexto histórico, en circunstancias distintas, daría absolutamente la razón a la persona que escribió el comentario. Efectivamente, las energías han de orientarse sin discusión hacia lo constructivo. Así, el empleo de energías en desenmascarar los razonamientos falaces e interesados de los voceros del poder ha de interpretarse como algo positivo. Para entenderlo así es necesario matizar ciertos aspectos de la realidad que vivimos día a día, del modo de pensar y de reaccionar que progresivamente se ha ido instalando en nuestra sociedad.
Sería un error plantear el recurrente discurso elitista acerca de que la gente no piensa, pues caeríamos en un tópico falaz. El ciudadano medio sí que piensa, sólo que el establishment mediático se ha encargado de polarizar y limitar su criterio, al mostrarle una realidad sesgada, trastocada al interés de los grandes poderes. A esto se le añade las consecuencias de lo que quizás haya sido la mayor obra de ingeniería social del siglo XX, la Doctrina del Shock, donde gran parte de la ciudadanía vive sumida en un continuo estado catatónico que limita su capacidad de crítica, por lo que acepta como mal menor las soluciones simplonas propuestas por los voceros del sistema a base de los consabidos ajustes, sacrificios y apretones de cinturón.
A esta meticulosa aplicación de la Doctrina del Shock se le une el clásico pan-y-circo promocionado con luces de neón por los medios, donde se predica las bondades de sustituir el sano ejercicio de pensar por el menos problemático de consumir. Estos mismos medios dominantes promueven el individualismo egoísta, por el cual confundimos solidaridad con caridad, vemos a nuestro semejante como competencia. Así, muchos ciudadanos nos hemos vuelto inmovilistas, hemos ido soportando impensables ataques a los pocos logros sociales que disfrutábamos. Siguiendo la senda marcada por los medios, hemos ido señalando a otros como causa de lo males venideros: controladores aéreos, funcionarios, sindicalistas; incluso permitimos que se crease el mito de una generación que ni estudia ni trabaja, como si fuera culpa exclusivamente de los jóvenes, no nos importó que los mismos fundadores de ese mito ganasen dinero a su costa en casposos programas de televisión. A su vez nos decían que teníamos la generación de jóvenes más preparada de la historia, que también repetíamos litúrgicamente. Eso sí, los veinteañeros y treintaañeros iban siendo tachados de cándidos conformistas por la misma generación que los educó, la misma que permitió que el dictador muriese de viejo en la cama.
Se creó el espejismo de la clase media para hacernos pensar que teníamos alguien por debajo de quien defendernos, mientras obviábamos los ataques que nos venían desde arriba, perpetrados por los mismos que paradójicamente negaban la existencia de clases. Mientras tanto, hemos aceptado vivir bajo la moral del esclavo. Preferimos vivir con la cabeza agachada, no vaya a ser que quienes están por encima se lo tomen a mal y nos quiten aún más cosas. Preferimos seguir hablando de fútbol y demás banalidades antes que discutir los problemas de verdad. La discusión sobre política se reduce a comparar acríticamente al PSOE y al PP, neoliberalismo y más neoliberalismo. Los medios tradicionales, convertidos en el nuevo Ministerio de la Verdad, han subvertido el orden de las cosas, dando a lo insignificante las mayores prioridades. La clave ha sido desinformar, confundir, dividir; no vaya a ser que algún individuo se diese cuenta que, en el fondo, hay otros que piensan igual.
Claro que hay muchos que piensan, que dudan de los cantos de sirena del establishment. Se ha venido demostrando desde el 15 de mayo. Por eso los medios tradicionales han tenido esa actitud tan hostil hacia la ciudadanía, reunida ésta en asambleas, compartiendo inquietudes, exigiendo cambios, no gestos. Las personas comienzan a despertar; por primera vez, en mucho tiempo, la libertad de pensamiento se exige ejercer como derecho.
Pero la libertad de pensamiento ha de basarse en la información, en los argumentos válidos, en el escepticismo, en la capacidad de detectar falsos razonamientos en los discursos institucionales. He ahí el papel de los académicos españoles en el desmontaje de las falacias como herramienta indispensable para los ciudadanos. No podemos permitir que la gente de la calle asuma un oscuro destino ante argumentos del tipo “hemos vivido por encima de nuestras posibilidades” o “si subimos los impuestos a los ricos, éstos se llevarán sus inversiones a otros lugares”. La moral del esclavo se irá debilitando en cuanto la información veraz, los argumentos sólidos se conviertan en contrapeso de aquellos tópicos, débiles por su propia naturaleza.
Esta contrarrevolución que la ciudadanía lleva sufriendo por parte de los grandes poderes sólo puede ser contrarrestada por una revolución que parta desde la propia ciudadanía. Los ilustrados franceses publicaron en su día L'Encyclopédie, donde diseccionaron la realidad de la época bajo un serio examen científico que les permitió cuestionar las ideas legadas del pasado. Se convirtió en una formidable arma política que llenó de sentido la Revolución Francesa.
Es tiempo de que se reescriba una enciclopedia que diseccione los argumentos, los tópicos actuales, detecten las falacias que se nos presentan como verdades absolutas. Una Enciclopedia de la Falacia es el arma que necesita el ciudadano del siglo XXI para poder ejercer su libertad de pensamiento, para poner freno a la barbarie a la que, sin paliativos, nos conduce la doctrina del neoliberalismo.
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