domingo, 11 de septiembre de 2011

11 de septiembre

Una fecha que siempre será recordada como efeméride de aquella brutal barbarie cuyas consecuencias alcanzan nuestros días. El sueño de un pueblo repentinamente apagado a base de fuego y sangre, miles de muertos, asesinados a manos de una mezcla de fanáticos, unos, y otros sin escrúpulos que, bajo el pretexto de la obediencia debida, ejecutaron órdenes atroces, desataron el sadismo y la violencia contra ciudadanos indefensos, gente sencilla que tan sólo anhelaban una sociedad normal, justa, con igualdad de oportunidades.

Tantas esperanzas bruscamente interrumpidas, apagadas, mutiladas por ideas radicales de gentes de otras tierras, extranjeros que pretendían imponer su dogma a base de miedo, violencia, represión. La conspiración contra la democracia alcanzaba el cenit mientras sus maquinadores contemplaban su experimento desde cuevas de ladrillo, hierro y hormigón.

Dos edificios similares pasaron a ser emblemáticos del modo más triste posible, testigos de miles de asesinatos. Muertes sólo justificadas por la sed de venganza de otros, castigo por intentar vivir en libertad, en democracia, por ejercer la soberanía por y para el pueblo. Ciudadanos traicionados por quienes tenían el deber de protegerlos. Aquellos militares que, aún leales a la libertad, cumplieron con su deber patriótico fueron represaliados, torturados, fusilados. Las armas disparaban contra los desarmados, mientras los gatillos eran apretados por desalmados.

Hablamos del pueblo de Chile, del símbolo que aún representan el Estadio Chile y el Estadio Nacional, convertidos en campos de concentración y tortura para escarnio de quienes defendían la democracia. Nos referimos a los Chicago Boys, los ideólogos que ensayaron el neoliberalismo en su expresión más salvaje contra una ciudadanía indefensa, a merced de poderosas multinacionales que venían a expoliar lo que Salvador Allende había justamente recuperado para el pueblo.

La historia no volvería a ser de nuevo lo mismo tras aquel 11 de septiembre. Los patriarcas del neoliberalismo aprendieron de aquella experiencia todo lo que necesitaban saber. En Chile se produjeron desregularizaciones de la economía, drásticos recortes sociales, privatizaciones de empresas y servicios públicos. No quedó nada en manos del estado, salvo un férreo aparato represor; instrumento al servicio del emergente Imperio neoliberal que con avidez observaba aquel modesto país cuya gente apenas encontraba fuerzas para plantar cara a tales desmanes, sumida en estado de shock ante la magnitud de esa crisis social y humana provocada por la brutalidad del golpe de estado que derrocó al gobierno legitimado por las urnas.

Hoy, 11 de septiembre de nuevo, los ecos de la crisis -esta vez económica-, las guerras -Irak, Afganistán, Libia o donde toque-, los desastres naturales -terremotos y tsunamis- y artificiales -países en continua amenaza de rescate, terrorismo armado y financiero- han convertido a Occidente en un inmenso Estadio Chile, con ciudadanos atenazados, confusos, desorientados, deseosos de salir de esta situación aún a costa de renunciar a derechos, dispuestos ya a aceptar cualquier cosa, sin preguntar el precio, con tal de olvidar la palabra crisis.

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