Inmersos en la peor crisis de la historia moderna, los ciudadanos vemos día a día recortar nuestros derechos, pasos atrás en las conquistas sociales que hasta ahora disfrutábamos, legado de las luchas de generaciones anteriores, otrora logros colectivos que fueron perfilando la democracia, el estado del bienestar.
Congelaciones de las pensiones, retrasos en la edad de jubilación, sueldos cada vez más escuetos y desacoplados de la realidad, subidas de impuestos indirectos, continuas degradaciones en la calidad de la educación, agresiones al estado de derecho... medidas que ahogan a la ciudadanía, indefensa, sumida en un estado de shock del que apenas hace amago de salir, desorientada y polarizada por medios de comunicación que confunden más que informan.
Nuestros gobernantes, reducidos a meros brazos ejecutores de los caprichos de los mercados, se limitan a justificar cada medida en aras de superar una crisis que parece no tener fin, todas ellas siempre destinadas a “apaciguar a los mercados”. Ante este panorama, ya no podemos hablar de democracia sino de dictadura, la dictadura de los mercados[1].
Occidente, que presumía de libertades, resulta ahora estar sumida en una nueva variante del totalitarismo. Muchos años atrás, Stephane Hessel luchó contra un tipo de totalitarismo más primitivo, menos sutil; se enfrentó a la Alemania nazi y a sus cómplices en su Francia adoptiva. También él defendió una visión de los derechos humanos, cuya carta ayudó a redactar en la posguerra. Ahora, a sus 93 años ve peligrar mucho de lo conseguido por su generación ante la aparente pasividad de la ciudadanía de hoy.
Hessel se pregunta en su libro sobre los motivos de la actual apatía y desafía a los ciudadanos a romperla, a base de recordar los motivos que llevaron a su generación a levantarse contra los fascismos. El autor entiende que es complicado reaccionar ante un enemigo sin identidad: los mercados son entes sin nombres ni apellidos, ni siquiera con siglas, anóminos principalmente porque los medios de comunicación tradicionales, quienes perjuran independencia, jamás se atreverían a señalar a tan poderosos personajes.
Así, ante este panorama, sin manifiestos culpables en quienes proyectar la natural desesperación, es razonable que muchas personas se rindan ante un sentimiento de indiferencia, con una falsa esperanza de dejar pasar el temporal a la espera de que las cosas se arreglen solas. Pero es que los derechos que no se ejercen simplemente se pierden, no podemos esperar impasibles a que alguien haga por quitárnoslos sutilmente.
Hessel nos recuerda que hoy, más que nunca, los ricos son mucho más ricos y los demás, mucho más pobres; que la avidez de las grandes corporaciones privadas priman sobre los intereses de los ciudadanos o del medio ambiente; que no hay motivos para recortes y medidas que lesionen nuestro estado del bienestar, que aún así se imponen a golpe de decreto. Los ciudadanos no podemos permanecer impasibles ante gobiernos al servicio de los mercaderes, por eso Hessel apela al sentimiento de indignación, como el primer paso para superar la indiferencia, que nos recuerda que esa sensación fue la que le embargó cuando, durante su ya lejana juventud, entendió que sus derechos como persona eran ninguneados, pisoteados.
Los ciudadanos hemos de hacer patente nuestra indignación ante la simple posibilidad de que las generaciones presentes y venideras puedan tener un peor calidad de vida que quienes les precedieron. El primer paso para preservar la calidad de vida es tomar consciencia de la necesidad de defender una democracia auténtica, al servicio de los ciudadanos. Es este sentimiento de indignación el que debe surgir tras analizar todos aquellos recortes al estado del bienestar, todas las medias verdades de una clase política plegada a los poderes económicos y darnos cuenta de que nos toman el pelo.
Hessel entonces nos habla desde su experiencia, nos pide a los ciudadanos levantarnos en una resistencia pacífica, una verdadera lección de civismo, moralidad y espíritu democrático a aquellos que reducen el término democracia al acto de depositar papeletas en urnas cada varios años, para luego olvidarse de los ciudadanos. Esa insurrección pacífica será más poderosa que todas las fuerzas de represión que nos podamos imaginar. Hessel lo ilustra con el caso de la ciudad cisjordana de Bil'in, donde sus ciudadanos marchan pacíficamente, sin piedras, sin fuerza alguna, hasta un muro donde realizan sus protestas. El gobierno de Israel denomina a esto: “terrorismo no violento”.
La no violencia, el rechazo explícito a aquella, el espíritu de paz y concordia une más que el miedo a represalias de cualquier tipo. El 15 de mayo de 2011, sin miedo alguno, decenas de miles de ciudadanos españoles salieron a la calle, todos ellos indignados, en cada ciudad española mujeres y hombres desfilaban pacíficamente, pidiendo un cambio, gestos hacia los ciudadanos que demuestren que los políticos no son una clase aparte de la ciudadanía, al servicio de la casta económica. Los españoles indignados no se detuvieron ahí, sino que tomaron las plazas más importantes del país y ahí acamparon permanentemente. Se organizaron como verdaderas juntas democráticas populares, con asambleas abiertas a todos, cada opinión era escuchada, votada, respetada.
Los grandes medios de comunicación silenciaron todo lo que pudieron lo que estaba ocurriendo, hasta que comprendieron que no se podía poner puertas al campo de las redes sociales. Los medios más reaccionarios intentaron manipular, tergiversar, ensuciar, las intenciones de los ciudadanos indignados[2]. Los grandes partidos políticos también se pusieron nerviosos, intentaron llevar a su terreno la situación, imposible con tal heterogéneo grupo de ciudadanos, declarados apartidistas, cuya indignación patente no se va a terminar con palabras vacías. Así, la prensa internacional hizo eco de la Revolución Española, que ha ido extendiéndose al resto del mundo, cada día son más indignados los que simbólicamente acampan en las plazas de sus ciudades para demostrar que su descontento con un sistema político agotado, caduco, que no respeta los derechos básicos de los ciudadanos.
Cada día ha ido creciendo el número de personas que se identifican con el sentimiento de indignación, las mismas que se unen a las concentraciones, apoyan a los más jóvenes acampados. Es un sentimiento especial comprobar que a aquéllos no les falta de nada, pues ciudadanos de toda edad y circunstancia laboral se acercan para brindarles comida, mantas y mucho apoyo.
Tampoco podemos olvidar las banderas islandesas que ondeaban en muchas plazas españolas, hermoso homenaje a los primeros ciudadanos que plantaron cara al continuo chantaje de la banca internacional, de los poderes financieros, de los grandes emporios empresariales que subvierten la democracia. Los ciudadanos comenzamos a tomar consciencia de que somos mayoría en el mundo, que tenemos más motivos para estar unidos que para inventarnos elementos diferenciadores. Estamos a un paso de hacer perenne el sentimiento de fraternidad mundial con el que soñaron los padres de la Ilustración. La esperanza es que los ciudadanos del mundo, sin fisuras, continuemos con esta revolución pacífica que las generaciones venideras conozcan como “Revolución Mundial”.
En las plazas españolas, mientras tanto, no pasa un día sin que alguien regale un ejemplar de ¡Indignaos! a quienes se acercan tras encontrar su propio motivo de indignación.
Notas:
[*] Reseña publicada en Entelequia. Revista Interdisciplinar con el título "El primer paso para recuperar el terreno perdido".
[1] Este término, Dictadura de los Mercados, lo popularizó el periodista de la cadena española CNN+ Iñaki Gabilondo, en julio de 2010, a razón de la continua sucesión de recortes exigidas por los poderes financieros. CNN+ finalizó sus emisiones a final del mismo año. Vid. Torres, J. (2010): “¿Es inevitable sufrir la dictadura de los mercados?”.
[2] Tómese como botón de muestra, la desinformación de un canal de televisión español que relacionaba a los indignados españoles con un grupo terrorista.