viernes, 30 de marzo de 2012

Reconocer la derrota es el primer paso para volver a la lucha

Este artículo propone una reflexión en torno a la situación actual de la izquierda, derrotada por el gran capital, condenada al ostracismo, cuya denominación ha sido usurpada por partidos de corte neoliberal, lo cual desmoviliza y sume en la resignación a la clase trabajadora.

La primera entrega de una serie de artículos de Julio Anguita, a ser publicados en el diario Público, ha causado cierta conmoción en los círculos más progresistas de la sociedad española[1]. Acostumbrados como estamos a los análisis del excoordinador general de Izquierda Unida, perfectamente hilados y, como en ocasiones él mismo admite, orientados a hacer pensar a la gente; resulta inquietante que el artículo comience con el reconocimiento expreso de la derrota de la izquierda.

Muchos comentarios en la edición digital del artículo han identificado en las palabras del político andaluz cierto tono de rendición, de resignación a una realidad en la que el demonio neoliberal ha tomado posesión de una sociedad que ya no puede ser exorcizada. En definitiva, tan siquiera la mención de la posibilidad de derrota supone un golpe demasiado duro para ser aceptado por muchos de aquellos que han soñado con un mundo mejor, que han puesto sus energías en avanzar en los conceptos de libertad, igualdad y fraternidad que, de repente, los mercados han decidido que han quedado desfasados.

Esta guerra perdida comenzó hace mucho tiempo, generaciones atrás, cuando hombres y mujeres tomaron conciencia de la necesidad de lucha para alcanzar plena justicia social. Se sucedieron revoluciones, se escribieron grandes obras que sostenían con argumentos la legitimidad de la clase obrera para alzarse contra el enemigo que la explota. Un enemigo sagaz, con recursos, a quien una vez tras otra se subestimó, que fue aprendiendo de cada movimiento obrero, que hizo cátedra del keynesianismo y del marxismo. Así cayeron la Comuna de París, la Constitución de Weimar, la imperfecta Unión Soviética; mientras a la incomprendida Cuba la miran con ojos de ave carroñera a la espera de que los hermanos Castro pasen a mejor vida.

Aquella aparente paz entre clases, que se creyó eterna, resultó ser una breve tregua necesaria a causa de la destrucción causada tras una gran guerra fratricida entre hermanos obreros que empuñaban armas fabricadas por las mismas multinacionales que hoy suministran a los ejércitos del mundo entero. El movimiento obrero de una parte privilegiada del planeta, descafeinado ante aquel periodo de calma, no fue capaz de comprender que los Derechos Humanos, declarados por aquel entonces, no fueron más que concesiones que algún día quedarían en papel mojado. Y ese día ha llegado.

La guerra de clases volvía silenciosamente a reactivarse mientras, ignorante a ello, la clase trabajadora del eufemísticamente llamado Primer Mundo, afectada por la fiebre del consumo fácil y el hipnotismo del circo mediático, no plantó resistencia. Dos no luchan si uno no quiere, por tanto lo que tendría que ser una contienda se redujo a masacre. Masacre de derechos, de sueños, de cualquier atisbo de Estado del Bienestar. Como bien dice Anguita, ahí yace la izquierda, dividida, rota, condenada a ser ignorada por utópica y decimonónica, como si la esclavitud que ahora nos quieren imponen los vencedores fuese algo moderno.

Y es que reconocer la derrota es el primer paso para comenzar la reconstrucción y emprender una nueva lucha. Ni siquiera el término izquierda ha sido respetado, vampirizado por terceras vías y personalismos deseosos de escaño que hicieron el juego sucio a los grandes poderes. Es patente la resignación de los trabajadores frente al poder omnímodo de la banca y los grandes empresarios. La clase trabajadora olvidó hace mucho tiempo que con una actitud pasiva no se consiguen avances sociales. Así, cuando hace dos décadas los expertos a sueldo de los hoy vencedores anunciaban en columnas de opinión que el Estado del Bienestar estaba condenado a ser inviable, lo lógico hubieran sido calles inundadas de trabajadores rechazando tan siquiera la insinuación de dar un paso atrás.

La lucha por el progreso social sólo tiene sentido si el pueblo desea ese cambio y se implica en su consecución. Para ello, la clase obrera ha de volver a encontrar su identidad fuera de todo tecnicismo, de toda terminología que la neolengua del neoliberalismo se ha encargado de desacreditar. La guerra de clases sólo podrá ser reemprendida cuando la voluntad de crear un frente común de los "de abajo" sea férrea. Aún quedan recientes los movimientos de indignación que explotaron en mayo de 2011 que, a pesar de sus imperfecciones, tuvieron la virtud de movilizar a una fracción de la población y ganarse momentáneamente la simpatía de la mayoría. Con mucho por mejorar en cuestiones organizativas, el latente peligro de manipulación por terceros y el continuo acoso del enemigo mediático, desde el momento en que supieron proponer ese frente común al que llamaron indignación, estos movimientos marcaron un camino a tener en cuenta.

Entender dónde estamos es el primer paso para encender la luz de la esperanza en un pueblo que, en su fuero interno, no desea vivir de rodillas. El reconocimiento de la derrota frente al gran capital permitirá romper la división entre los movimientos de izquierda actuales que, fusil ideológico al hombro, no pueden permitirse una guerra de guerrillas a la espalda de la ciudadanía. La unión hace la fuerza y los de abajo somos mayoría.


[1] Julio Anguita: "¿Dónde estamos?". Público, 26 de marzo de 2012.

domingo, 25 de marzo de 2012

La propiedad privada y la bicicleta de Alberto Garzón

Hace unos días el diputado de Izquierda Unida Alberto Garzón comentaba en su Twitter, con jocosa resignación, que le habían robado su bicicleta: "Los recortes  llegan hasta el portal de mi casa. Me han robado la única bici que tenía", rezaba el mensaje. Suceso nada fuera de lo anecdótico en un estado donde el 15% de los usuarios de bicicletas ha sufrido alguna vez un robo[1] que, sin embargo, fue aprovechado por los medios de comunicación más conservadores -la conocida como caverna mediática- para mofarse de la suerte del vehículo del diputado y, de camino, impartir lecciones sobre marxismo.

En realidad, poco o nulo interés tienen las opiniones vertidas por comentaristas de plató, expertos en periodismo sesgado o tertulianos que hacen de la parcialidad su modo de vida. Sencillamente, les pagan para que digan lo que les dicten sus patrones. Sus opiniones son la simple repetición goebbeliana del catecismo neoliberal especiado con toques de régimen predemocrático. No usan argumentos, se apoyan en el dogma de la fuerza que confiere saberse erigido en el púlpito privilegiado de los medios de comunicación al que muchos ciudadanos, de buena voluntad, confían su inocente atención. Sin embargo, es difícil no lamentarse ante comentarios tan simplistas, alejados de la realidad, construidos a partir de clichés interesados y el desconocimiento más absoluto.

Y es que el hablar por hablar de aquellos hinchas de la caverna mediática les permite afirmar, sin ningún reparo, que alguien de IU no debería de reivindicar la propiedad privada[2]. Es decir, según esos finos analistas políticos, la gente de izquierdas no cree en la propiedad privada por lo que no tiene derecho a poseer bienes como por ejemplo una bicicleta. Este tópico, interesadamente extendido en la sabiduría convencional, distorsiona totalmente los principios del marxismo, reduciéndolo a una extraña ideología de individuos que deciden vivir alejados de cualquier posesión; así, cuando alguien afirma ser marxista, ha de enfrentarse al típico reproche de no vivir según aquel falso estereotipo, pues según aquella lógica lo coherente es que todo marxista renuncie a sus propiedades y las reparta con los demás.

Nada más lejos de la realidad: una de las premisas del marxismo es que la propiedad privada amasada por el esfuerzo y el trabajo propio es completamente legitima. Lo que el marxismo rechaza es la propiedad privada de los medios de producción[3]. Cuando hoy en día hay movimientos sociales que denuncian que el 1% de la población controle el 99% de las riquezas, realmente está tocando de lleno el asunto de la propiedad de los medios de producción. Como se mencionó anteriormente, toda persona tiene derecho a la propiedad bien adquirida, fruto del trabajo personal, del esfuerzo humano. Esa propiedad puede ser una casa, un ordenador portátil o una bicicleta. En el esquema actual capitalista, el natural esfuerzo del asalariado por adquirir propiedades básicas lo conduce a una progresiva descapitalización, al verse obligado a financiarse a través de la explotación de su trabajo y, normalmente, el endeudamiento con la banca. Esto se comprueba fácilmente al observar cómo la polarización de las rentas es cada vez más extrema, lo que aumenta ostensiblemente la brecha entre ricos y pobres, trabajadores y grandes empresarios. Dicho de otro modo, el capitalismo, a pesar de fomentar el consumo -consumismo- como uno de los motores de la economía, tiende a negar la propiedad privada a las clases más débiles debido a la tendencia de reducir su capacidad adquisitiva, ya sea en sueldos, duración de los productos de consumo, etc.

La propiedad de los medios de producción en manos privadas implica la explotación de los asalariados, quienes venden su fuerza de trabajo a cambio de unos ingresos mínimos para subsistir y, en lo posible, llevar una vida digna. La negociación entre empleador y empleado para establecer el precio de la fuerza de trabajo que es inevitablemente desventajosa para el segundo. Al ser un objeto de mercadeo, además de la perentoria necesidad del trabajador de tener ingresos, la fuerza de trabajo se ve continuamente devaluada ante la dura competencia por el empleo, situación que se acentúa en épocas de crisis y paro rampante. La única alternativa a esta situación, que es lo que el marxismo propugna, es la socialización de los medios de producción. Los dividendos de las empresas socializadas no serían repartidos entre accionistas ávidos de riqueza que, en demasiadas ocasiones, desvían sus ganancias a paraísos fiscales y negocios faltos de transparencia; sino que revertirían en beneficio de la sociedad misma. Paradójicamente, las pérdidas de  muchas empresas sí que son parcialmente socializadas cuando aquéllas colocan a las administraciones en la tesitura de suministrarles ayudas públicas para evitar despidos que, en caso de realizarse, supondrían nuevos parados cuyas prestaciones de desempleo serían sufragadas con dinero público.

Por tanto, Alberto Garzón está ideológicamente legitimado a poseer una bicicleta, un apartamento o un coche. No se le puede reprochar en absoluto, porque se lo ha costeado con su esfuerzo personal. Nada de extraños y lujosos regalos que, como el caso de políticos de otra casta en estas tierras, no sepa explicar su procedencia. Se trata de una simple bicicleta a partir de la cual un grupo de hinchas del equipo de los banqueros y grandes empresarios han querido hacer gala de supina ignorancia. Fuese un triste ladrón o  algún envidioso con ganas de incordiar a una joven promesa de la política, el anónimo nuevo dueño de la bicicleta nos ha dado la oportunidad de volver a medir el nivel de ciertos voceros de la caverna mediática española. En palabras del propio Garzón: "Lo de la bicicleta está dando mucho de sí. ¡Anda que cuando se enteren de que apoyamos la nacionalización de grandes empresas!".


[1] "Cómo evitar que te roben la bicicleta". Ecomovilidad, 17 de junio de 2010.
[2] "Un diputado de IU reivindica la propiedad privada tras el robo de su bici". La Gaceta, 22 de marzo de 2012.
[3] Vid. "Crítica del programa de Gotha" de Karl Marx.

jueves, 22 de marzo de 2012

Diccionario de la Crisis: huelga

huelga.

(De holgar)
1. f. Derecho fundamental recogido en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y en la Constitución Española de 1978 al que sistemáticamente, con objeto de debilitar a la clase trabajadora, se oponen los grandes poderes mediante presiones a los gobernantes para que acepten limitar o eliminar este derecho.
2. f. Cese temporal del trabajo por parte del asalariado como medio último de presión para conseguir unos objetivos laborales concretos.
~ de estudiantes.
1. f. Derecho de los estudiantes a manifestar colectivamente sus reivindicaciones, habitualmente relacionadas con su malestar por la destrucción y degradación de la enseñanza pública.
~ general.
1. f. Cese temporal de la actividad productiva en un estado, por parte de asalariados y consumidores de todos los sectores, como protesta ante leyes regresivas hacia los derechos de los ciudadanos, como puede ser una reforma laboral que abunda en la desprotección del trabajador.