Reflexiones sobre el particular fin del mundo que nos espera a cada persona, independiente a cualquier profecía, que sin duda se acelerará para muchos ante la violencia de los recortes en gastos sociales que empeoran las condiciones de la mayoría.
Parece que nos encontramos ante un nuevo día del fin del mundo. No es el primero ni parece que será el último para esta humanidad que parece compartir globalmente -salvo honrosas excepciones- el rancio regusto por la autodestrucción.
El fin del mundo de esta ocasión es el que supuestamente profetizaron las altas jerarquías religiosas mayas. Sin ánimos de poner en duda los magníficos conocimientos astronómicos de aquella cultura, la osadía por parte de unos sacerdotes de poner fecha al fin del mundo es equivalente a la de sus colegas de profesión de hoy en día al afirmar categóricamente que el sexo por placer es pecado. Paradojas de la vida, al igual que quienen más penalizan el contacto carnal son célibes, es de lamentar que quienes profetizaron este particular fin del mundo lo sufrieran por adelantado varios siglos antes a causa del brusco avance del desalmado colonialismo europeo.
No obstante, lo del fin del mundo es más bien cuestión de leyes naturales. Algún día la Tierra será inhabitable, lo que supondrá el final sin remedio, incluyendo el de la humanidad, si es que ésta no ha puesto durante ese intervalo los recursos necesarios para expandirse a otros mundos. La comunidad científica tiene claro que la condición de inhabitabilidad vendrá con la evolución del Sol, cuando éste llegue a convertirse en una estrella tan brillante, y emita tanta energía, que provoque la evaporación de los océanos.
El plazo de diez mil millones de años que ha de transcurrir para que el Sol se vuelva nuestro enemigo implacable es más que suficiente para que la humanidad continúe haciendo de las suyas: guerras, pobreza, hambrunas, destrucción de la naturaleza. Lacras todas ellas que tienen dos elementos en común ligados en un terrible círculo vicioso. Por un lado están las víctimas, siempre los más desfavorecidos. Por otro, la causa principal, la codicia. Un codicia que antepone el bienestar de unos pocos privilegiedos a la salud del medio ambiente, al bienestar del resto de las personas.
Hay quien dice que la muerte, el particular fin del mundo de cada individuo, es la única justicia que existe. Como una especie de demostración de justicia universal, cada ser humano,
sea rico o sea pobre, tiene su particular fin del mundo. Un final
inanimado, un último acto en el teatro de la vida, un cuento cuya
conclusión es inevitablemente triste.
Sin embargo, el reparto de papeletas para el fin del mundo individual es excesivamente injusto, a causa de la infinita codicia de los más poderosos. Así, para algunas personas, el fin del mundo está
forzosamente demasiado cerca. Y se aproxima aún más con cada medida que redunda en contra de
su calidad de vida.
¿Alguien duda aún de que los recortes en sanidad, en dependencia, incluso en educación, redundarán en una disminución de la esperanza de vida en España? Miles de familias sostenidas casi exclusivamente por las pensiones de los abuelos ven como éstos llegan incluso a renunciar a gastar dinero en tratamientos médicos necesarios para prolongar su vida. Otros tantos ancianos, simplemente encuentran imposible pagar por medicamentos que antes no les costaba un céntimo. Trabajadores jóvenes, en precario, con jornadas interminables, mal pagadas, con el estrés continuo de la doble amenazada del despido y la hipoteca, ven prematuramente desgastar sus energías, mientras otros, que ni siquiera sueñan con encontrar trabajo, deciden acabar prematuramente con sus vidas.
Ante el panorama de barbarie que nos están construyendo desde la codicia, ¿a quién le preocupa una simple profecía?
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