Pasada la vorágine del 22 de mayo, una vez constituidos los equipos de gobiernos de las nuevas legislaturas locales y autonómicas, la actualidad política se centra en las asignaciones de nuestros representantes políticos, normalmente resultantes en subidas salariales. El sentimiento popular, cuando se lee alguna noticia relacionada a los plenos donde se toman tales decisiones, es que parece que los políticos sólo se ponen de acuerdo cuando se trata de subirse los sueldos.
No hace mucho, saltó a la prensa un
suceso ocurrido en Mollet del Vallès cuando el alcalde electo -Josep Monràs (PSC)- propone elevar su sueldo en un 32%. La reacción de los vecinos no se hizo esperar, quienes llegaron a perseguir y a recriminar al nuevo regidor su actitud. Finalmente su subida se rebajó a un 10%. Otro alcalde, éste de Sant Andreu de Llavaneres -Bernat Graupera (CiU)-, sí que
consiguió elevar su sueldo en un 31%, para un montante total de 54.236 € anuales.
En épocas de crisis, como la que vivimos, donde se nos habla de recortes, austeridad, contención de gasto público, para la mayoría de los ciudadanos resulta indignante que aquellas personas elegidas democráticamente, cuyo teórico trabajo es el de servir a la ciudadanía, tome actitudes tan poco ejemplares, tan insolidarias como aplicarse subidas de sueldo en magnitudes que, en ocasiones, resultan vergonzantes. En la otra cara de la moneda, en algunos municipios se ha dado la situación de bajadas de sueldos e incluso
la renuncia de alcaldes y concejales a cobrar. En realidad es justo recordar que, en el territorio nacional, el
60% de los alcaldes no cobra sueldo alguno por su trabajo, que suelen ser regidores de municipios de menos de 1000 habitantes. Salvo algunas renuncias voluntarias antes comentadas, el principal motivo de que existan regidores sin sueldo es el bajo presupuesto disponible en las arcas de unos municipios tan reducidos. Como veremos más adelante, la imposibilidad de cobrar un sueldo digno por desempeñar funciones políticas es un serio limitador para permitir el libre acceso a los cargos públicos a los ciudadanos de rentas medias y bajas.
Partiendo del principio de que todo trabajo ha de ser remunerado, los ciudadanos hemos de plantearnos el efecto de los sueldos de los políticos sobre la salud democrática. No es algo trivial: la gestión de los poderes públicos cae en manos de personas que se han presentado a listas electorales a quienes los ciudadanos hemos tenido la opción de votar. Está claro que no son admisibles remuneraciones con cifras desorbitadas, pero también hay que entender que alguien que presta su tiempo, o parte de él, en gestionar dinero público, no lo puede hacer gratis.
Es razonable establecer unos mínimos que permitan al político sentir que su función está siendo razonablemente compensadas en lo económico. Un buen sueldo es fundamental para asegurar el acceso a la función política de cualquier ciudadano, que podría establecerse en función de las rentas medias de los habitantes de su jurisdicción -por ejemplo, del sueldo medio de los habitantes de un municipio para el caso un alcalde-, su nivel de responsabilidad y dedicación. Tampoco tiene sentido la cuantía de ciertas nóminas, que superan hasta ocho veces el salario medio en el estado español. Hablamos de trabajos de mucha responsabilidad, pero recordemos que hay ciudadanos españoles muy cualificados, con grandes responsabilidades en sus respectivos trabajos, que jamás van a acercarse a una fracción de aquellas cifras. Como ya señalamos, para muchos ciudadanos resulta indecente que se realicen plenos para subirse los sueldos, por lo que sería adecuado que los salarios se fijasen a partir de otros criterios, o incluso organismos, como podría ser alguno creado ex profeso dentro de la Agencia Tributaria.
Sin embargo, estando de acuerdo en que es preciso establecer unos márgenes salariales para los políticos, nos quedan ciertos flecos que considerar. El primero de ellos es la cuestión de sus rentas. Habría que seguir un modelo de transparencia total, al estilo del finlandés, donde sea posible acceder públicamente a los datos patrimoniales del núcleo familiar de cada político (
aunque en Finlandia es extensible para absolutamente todos los habitantes del país). El derecho de los ciudadanos a controlar la honradez de sus representantes ha de prevalecer sobre cualquier ley de protección de datos. No es una exigencia desabellada; al fin y al cabo, quien elige tomar la senda de la política lo hace voluntariamente, por tanto ha de comprender que la confianza de la ciudadanía es lo primero.
Pero la preocupación de la ciudadanía no sólo ha de estar con la posibilidad de que los políticos engorden sus bolsillos ilegalmente metiendo sus manos en las arcas públicas. Otro importante problema a resolver es el clientelismo. Es por ello por lo que sería necesaria una estricta ley de incompatibilidades que garantice que el político de turno no vaya a tomar decisiones que beneficien a su entorno personal. Se nos vienen a la mente casos de empresas proveedoras de servicios a organismos públicos participadas por políticos, familiares o amigos de éstos que, casualmente, siempre ganan los concursos públicos. Pero no sólo ha de mantenerse ese estatus de incompatilidad durante la vida activa en política, sino por muchos años después. Recordemos el caso de un expresidente español que llevó a cabo la privatización de una empresa pública de la que años después pasó a formar parte como asesor. Aparte de lo chocante de la situación de por sí, lo justo hubiera sido que se le hubiera retirado la paga que actualmente recibe del estado por su antiguo cargo político.
La credibilidad de nuestros políticos está en horas muy bajas. La mala gestión del boom inmobiliario y la posterior gestión de la crisis por parte de las administraciones a todos los niveles -desde ayuntamientos al Gobierno central-, los casos de corrupción, los desmanes salariales de muchos políticos, la sumisión a poderes no democráticos -banca, grandes empresarios, multinacionales- los han convertido en una clase aparte de la ciudadanía. En democracia los representantes políticos han de estar al servicio de la mayoría, no al de unos pocos privilegiados. Lo contrario no es más que un grave síntoma de déficit democrático. Para revertir esto, los políticos han de considerarse a sí mismos, en primer lugar, ciudadanos y no una clase aparte.
El acceso a la política ha de ser igual en oportunidades para todos; por tanto, aplaudir que los políticos no cobren por ejercer sus funciones es demagógico y peligroso para la salud de la democracia en sí misma. No ayuda a ésto la prensa cuando destaca las bondades de aquellos alcaldes que renuncian a cobrar su sueldo, ni tampoco la actitud de quienes aplauden esas iniciativas; porque, si el pensamiento mayoritario es que es bueno que los políticos renuncien a sus sueldos, entonces sólo podrán ejercer política aquellas personas que dispongan de rentas muy altas o inversiones paralelas que les reporten ingresos. A esta potencial situación de exclusión para la mayoría de la ciudadanía se une el consecuente peligro de que las decisiones de los políticos se tomen en función de los intereses de sus inversiones personales.
Es también importante comprender que quien decide emprender el camino de la política está renunciando a su carrera profesional por, al menos, unos años. Por tanto se entiende defendible la postura de facilitar su reingreso al mercado laboral tras una eventual salida de la política activa, e incluso ayudas económicas en esa etapa transitoria. No obstante se requerirían ciertas matizaciones al respecto. Las prebendas a los políticos en temas salariales, de pensiones, etc. tendrían que realizarse siempre con la máxima de permitir el acceso de cualquier ciudadano al ejercicio de la política, por lo que las ayudas que éste pudiera recibir durante su transición a la vida profesional privada tendría que depender precisamente de sus rentas. Tampoco estaría mal la existencia de organismos públicos independientes encargados de evaluar la calidad del desempeño de nuestros políticos. No es justo que diputados que apenas pisan el congreso dispongan del mismo paracaídas de oro que quienes realmente realizan su trabajo con eficiencia. Al respecto también sería exigible una ley de incompatibilidad de cargos, pues resulta a todas luces ineficiente un alcalde que también sea diputado.
Lo natural es que los ciudadanos exijamos decencia a nuestros políticos. De esta exigencia surgen las críticas a manifiestas demostraciones de insolidaridad cuando algunos de estos deciden subir sus salarios o mantener sus prebendas cuando a los trabajadores públicos y pensionistas se les recorta su capacidad adquisitiva. Sin embargo, igual o más indecente son los casos de políticos en activo que
cobran por varios cargos desempeñados simultáneamente, u otros ya retirados que reciben pensiones del Estado mientras perciben importantes sueldos de compañías privadas -a las que, en ocasiones, benefician por su estatus de ex-cargos políticos-. En España tenemos el caso de dos expresidentes: ninguno ha renunciado a su paga del Estado.
No olvidemos, sin embargo, que también hay honrosas excepciones. Algún ex-político ha tenido la decencia de
renunciar a cobrar su pensión vitalicia del Estado. Ha de desaparecer del imaginario colectivo la idea de que todo quien se mete a la política lo hace con el fin de enriquecerse o, en su caso, asegurar sus riquezas. El político ha de estar al servicio de los ciudadanos. La clase política ha de ser ejemplarizante para la sociedad, justo lo contrario que es ahora. Somos los ciudadanos quienes hemos de exigir a nuestros representantes la adecuación de sus criterios salariales a la realidad económica del país, dentro de las normas más estrictas de transparencia y la igualdad de oportunidades de acceso a la vida política para todos. Al respecto, va siendo hora de que se active un fondo común para que los alcaldes y concejales de las poblaciones más pequeñas puedan acceder a un salario digno, haciendo realmente posible que el ciudadano más humilde pueda plantearse realmente servir a sus paisanos.