De los últimos disturbios acontecidos en Inglaterra, los medios de comunicación tradicionales han destacado los altercados en los que han estado involucrados jóvenes, quienes parecen haber aprovechado las circunstancias para cometer actos delictivos. Visto de ese modo, parece que la juventud de los barrios periféricos de Londres se ha entregado gratuitamente a la barbarie y al pillaje por puro divertimento, tomando como excusa la muerte de un convecino a raíz de un altercado con la policía. Poco más que ésta es la información -y el análisis- que ha llegado al ciudadano medio a través de la prensa.
Es necesario realizar un análisis exhaustivo para comprender que los sucesos de Inglaterra son sintomáticos de la crisis social que sufrimos, principalmente como consecuencia de las políticas económicas que se están aplicando en la mayor parte de Europa, sobre todo en el Reino Unido, donde el gobierno de coalición entre los conservadores y liberales ha llevado al límite de la ruptura al ya de por sí mermado estado del bienestar británico. Las últimas medidas del gobierno de David Cameron han consistido en recortes en servicios esenciales -como los de formación profesional, sanidad, educación-, aumento de impuestos indirectos -el IVA en el Reino Unido es ya del 20%- y de tasas universitarias, que fueron multiplicadas por siete, hecho que provocó multitudinarias protestas estudiantiles.
Desde la época Thatcher las desigualdades sociales no han hecho más que acrecentarse, al igual que la brecha que separa las rentas entre los más pudientes y las clases populares. Este hecho ha ido provocando una sensación real de desprotección en las capas más desfavorecidas de la población, especialmente los más jóvenes, quienes no ven futuro ni esperanza de poder aspirar al menos a la misma calidad de vida que disfrutaron sus padres y abuelos.
Un deficiente sistema educativo como elemento a tener en cuenta
Por otra parte, en todo occidente esta sociedad del consumo ha destruido el principio del esfuerzo personal como medio de desarrollo del individuo. Contrariamente, la televisión glorifica a un olimpo de jóvenes convertidos en millonarios, presentados como iconos de la moda y la prensa del corazón. Modelos, actores, deportistas de élite sobrepagados se presentan como modelos inalcanzables para una juventud a la que se ha planificado su vida desde casi su primer día de vida. Guardería, educación básica, bachillerato o formación profesional, carrera universitaria, mundo laboral, jubilación. La consigna es seguir ese camino programado, donde -especialmente en la educación- no se prima la excelencia sino la mediocridad, modo de asegurar una legión de futuros ciudadanos moldeables, gregarios, acríticos. El alumno ideal para este sistema educativo es quien repite la lección sin rechistar, no quien pone en duda la veracidad de los datos aportados por el libro o el profesor.
Es la mezcla perfecta, jóvenes a quienes no se incentiva a pensar críticamente y un bombarbeo constante de incitaciones al consumo, a través de groseros arquetipos personalizados en las mencionadas estrellas mediáticas, aún condenadas a eclipsarse en unos pocos años. No hace mucho, una profesora de secundaria me contaba una experiencia que se repetía con sus alumnos en los últimos años: ella les daba la opción de elegir qué actividad realizar durante su hora de clase. Los alumnos simplemente no sabían que decir, pidiendo a la profesora que presentase varias propuestas para que ellos votasen. Para estos alumnos, faltos de imaginación y criterio propio, la libertad se reduce a la posibilidad de elección entre opciones ya preestablecidas.
Este sistema educativo, perfectamente encajado en el neoliberalismo más ortodoxo, ha implantado en las últimas generaciones tal concepción de darwinismo social que los jóvenes aceptan su destino laboral apenas sin rechistar, asumen que su papel se reduce en resignarse a lo que se les ofrece porque, en caso contrario, vendrán otros aún más sumisos que los relevarán. Así, poco a poco, nos encontramos con una sociedad cada vez más individualista, donde el concepto de solidaridad queda sustituido por el de caridad, menos peligroso para quienes detentan el poder real en nuestra sociedad.
Lo público, demonizado hasta la saciedad por los medios, ha dejado de ser concebido como un pilar esencial de nuestro sistema de vida. En esta sociedad esquizofrénica, la mayoría de los padres -salvo honrosas excepciones- repiten consignas sobre los derechos, cuando olvidan inculcar a sus hijos que existen obligaciones. Así, gran parte de la juventud no es consciente de que su derecho a la educación, pagado con dinero de todos, implica el deber de estudiar, esforzarse. La educación tendría que ser ese faro que ilumina el camino hacia una ciudadanía contestataria, consciente, dinámica, escéptica, imposible de manipular. Sin embargo, lo que se ha ofrecido a la juventud es el consumo como única opción, hasta el punto de considerarse a sí mismos clientes en vez de alumnos. Nos hemos convertido en un rebaño de obedientes y acríticos consumidores.
Nos encontramos a una juventud, una adolescencia, tan rebosante de hormonas como siempre, pero más necesitada de consumo que nunca por un bombardeo mediático que les impone como único deber aspirar a los mencionados arquetipos del estilo de vida neoliberal; donde si no llegas a ser como aquéllos, simplemente eres un fracaso de individuo. El estudio como camino de cultivo personal ya no significa nada cuando los padres hace décadas que se rindieron a los cantos de sirena del consumo. En la sociedad de hoy, estudiar sólo es el camino para encontrar un trabajo mejor. Al menos ésa es la teoría.
La realidad es que los titulados superiores hoy en día aspiran a poco más del mileurismo, a la continua indefensión laboral. Mientras tanto, los jóvenes comprueban día a día cómo algunos pequeños traficantes de su entorno conducen coches de lujo, presumen de fajos de billetes, incluso se aseguran cierta impunidad a base de relacionarse con los contactos adecuados. A pesar de todo, aún hay a quien le extraña que, en una sociedad donde se ha imbuído el particular sentido del pragmatismo descrito en líneas anteriores, haya jóvenes -por suerte una minoría- que deciden trapasar la línea, aceptando el delito como un modo más de hacer dinero, llegando incluso a agruparse para realizar actividades delictivas.
Un importante muro de contención para que la juventud mantenga su natural nobleza son las actividades culturales y deportivas, talleres lúdicos, bibliotecas públicas, oficinas de asesoramiento para la búsqueda del primer empleo. En Inglaterra, la inmensa mayoría de estos servicios fueron eliminados de un plumazo por el gobierno Cameron. Asociaciones que fomentaban la convivencia, el espíritu de solidaridad entre los más jóvenes, de repente vieron cerradas sus instalaciones ante la falta de financiación pública. Las puertas a las bandas callejeras -gangs- se habían abierto de par en par.
Disturbios tras una primera protesta pacífica
La muerte de Duggan provocó una inicial protesta pacífica de sus conciudadanos de Tottenham pidiendo explicaciones a la policía. La torpe reacción de ésta y de los gobernantes provocó un aumento de la indignación popular que fue aprovechada por jóvenes pertenecientes a bandas callejeras para imponer su ley y, de camino, reclutar a más gente para su causa. Disturbios y saqueos desenfrenados por unos cientos de jóvenes descontrolados fueron la tónica, aunque también hubo gente que aprovechó para tomar de las tiendas saqueadas productos de primera necesidad porque ya vivía en la miseria, claro indicador de la degradación del nivel de vida que sufre Inglaterra.
Aquellos actos vandálicos no tienen justificación alguna, puesto que destrozaron bienes privados y públicos, incluyendo los ya maltrechos y cada vez más escasos equipamientos urbanos, empobreciendo aún más a la comunidad. Pero es importante continuar con el análisis de las causas que llevaron a un centenar de jóvenes a convertirse en delincuentes, porque estos jóvenes que iniciaron los destrozos y saqueos no hicieron más que lo que han aprendido de aquellos de sus mayores que detentan el poder. Los mismos que deciden los precios de los alimentos y materias primas en los mercados mundiales, causantes de hambrunas y miseria, en nombre de la austeridad han saqueado al estado del bienestar, han roto la esperanza de futuro de la mayor parte de la ciudadanía, condenada a la pobreza.
El neoliberalismo no hará autocrítica de los sucesos ocurridos; al contrario, los aprovechará para plantear medidas que, en otras circunstancias, serían consideradas represivas por la ciudadanía, ahora justificadas por el monopolizado problema de las bandas urbanas. El gobierno de Cameron ya ha anunciado su disposición a censurar e intervenir las redes sociales con la excusa de detectar focos de disturbios, lo que muchos ciudadanos británcios entienden como un nuevo alejamiento del estado de derecho. Julian Assange, al respecto, critica la utilización de las circunstancias por parte de los legisladores donde "el público inocente se muestra a menudo dispuesto a sacrificar su intimidad y las leyes que salvaguardan los derechos y libertades básicos a cambio de una seguridad garantizada por el Estado".
La población, aún en estado de shock por los acontecimientos, acepta sin condiciones que se apliquen penas desproporcionadas a algunos parcialmente implicados en los sucesos, como una mujer condenada a cinco meses de prisión por comprar unos pantalones robados durante los saqueos o dos adolescentes -cabezas de turco- castigados con cuatro años de cárcel por publicar mensajes en Facebook a favor de los disturbios. Las palabras de Cameron al respecto asustan: "los tribunales están enviando un mensaje de dureza, y creo que es bueno que puedan hacer eso. Lo que pasó en nuestras calles fue espantoso, y la Justicia debe dejar muy claro que no será tolerado".
Si la tendencia a castigar a la ciudadanía con recortes no cambia, sólo es cuestión de tiempo que sucesos similares a los de Londres vuelvan a ocurrir. Crear férreos mecanismos de censura, vigilancia orweliana, leyes cuasi-dictatoriales sólo suponen apretar un poco más la tapa de la olla a presión que supone una sociedad desangelada, sin esperanza ni futuro, condenada al sálvese quien pueda. La creciente polarización económica entre clases sociales no hace más que aumentar el número de ciudadanos que se instalan en la desesperanza. Por muy disuasorios que piensen los gobernantes que puedan llegar a ser las balas de goma o los cañones de agua, es difícil contener a quien no tiene nada que perder. La consecuencia a todo esto no puede ser más que una cruenta escalada de violencia que sólo puede perjudicar a los más débiles.
Los movimientos sociales pacíficos como contrapeso a cualquier tipo de violencia
Aún así, una luz hacia el posible caos que podría avecinarse se encuentra en la inteligencia colectiva que, en otras partes de Europa -principalmente España-, ha demostrado la creación de movimientos que han renunciado a la violencia como medio de protesta, canalizando sus deseos de salvar el estado del bienestar y establecer la dignidad en la política en la fuerza de la razón, los argumentos, la participación ciudadana. No podemos esperar a que sea demasiado tarde y la sinrazón y la barbarie sea predominante en las inevitables protestas que están por venir. Los ciudadanos hemos de tomar la iniciativa, participando y apoyando activamente a los movimientos que han ido surgiendo con tales fines, trabajar para cambiar los paradigmas del consumo que tanto daño han hecho a nuestra sociedad, a nuestros jóvenes, a nuestro entorno. Será necesario protestar, al fin y al cabo no se trata más que de un derecho y un sano ejercicio de democracia participativa, siempre que se haga organizada y pacíficamente, con respeto a los bienes ajenos, con argumentos. Cambiar el rumbo al que nos arrastra el neoliberalismo puede ser aún posible sin que las consecuencias sean traumáticas; para ello hay que ilusionar a la juventud con un futuro.
Si la tendencia a castigar a la ciudadanía con recortes no cambia, sólo es cuestión de tiempo que sucesos similares a los de Londres vuelvan a ocurrir. Crear férreos mecanismos de censura, vigilancia orweliana, leyes cuasi-dictatoriales sólo suponen apretar un poco más la tapa de la olla a presión que supone una sociedad desangelada, sin esperanza ni futuro, condenada al sálvese quien pueda. La creciente polarización económica entre clases sociales no hace más que aumentar el número de ciudadanos que se instalan en la desesperanza. Por muy disuasorios que piensen los gobernantes que puedan llegar a ser las balas de goma o los cañones de agua, es difícil contener a quien no tiene nada que perder. La consecuencia a todo esto no puede ser más que una cruenta escalada de violencia que sólo puede perjudicar a los más débiles.
Los movimientos sociales pacíficos como contrapeso a cualquier tipo de violencia
Aún así, una luz hacia el posible caos que podría avecinarse se encuentra en la inteligencia colectiva que, en otras partes de Europa -principalmente España-, ha demostrado la creación de movimientos que han renunciado a la violencia como medio de protesta, canalizando sus deseos de salvar el estado del bienestar y establecer la dignidad en la política en la fuerza de la razón, los argumentos, la participación ciudadana. No podemos esperar a que sea demasiado tarde y la sinrazón y la barbarie sea predominante en las inevitables protestas que están por venir. Los ciudadanos hemos de tomar la iniciativa, participando y apoyando activamente a los movimientos que han ido surgiendo con tales fines, trabajar para cambiar los paradigmas del consumo que tanto daño han hecho a nuestra sociedad, a nuestros jóvenes, a nuestro entorno. Será necesario protestar, al fin y al cabo no se trata más que de un derecho y un sano ejercicio de democracia participativa, siempre que se haga organizada y pacíficamente, con respeto a los bienes ajenos, con argumentos. Cambiar el rumbo al que nos arrastra el neoliberalismo puede ser aún posible sin que las consecuencias sean traumáticas; para ello hay que ilusionar a la juventud con un futuro.