Israel, un país del que apenas se cuenta algo distinto a su permanente conflicto con el pueblo palestino, parece haberse contagiado -al menos parcialmente- del espíritu del 15M.
La historia nos es familiar: ciudadanos de un país desarrollado que ven que su estado del bienestar se tambalea, en su caso reflejado en el aumento de precios en servicios y productos básicos, además de ataques directos a los servicios públicos, cuyo mejor ejemplo es la sanidad, que va camino a ser vendida a entidades privadas.
A mediados de junio de 2011, Dahpni Leef, una estudiante universitaria israelí, fue expulsada del piso que tenía alquilado con motivo de la realización de unas obras en el edificio. Su particular búsqueda de una nueva vivienda la llevó a descubrir que los precios tanto de compra como de alquiler se habían disparado. Ahí encontró esta chica su motivo de indignación, de modo que acudió a la Red para realizar una protesta.
La convocatoria fue masiva. Más de 10 mil israelíes procedieron a acampar en más de 20 ciudades a lo largo del país; más de 150 mil acudieron a manifestarse. Israel comenzaba a vivir su propio 15M. El problema de la vivienda fue la gota que colmó el vaso en un país con miles de casas cerradas, a la espera de ser ocupadas unos pocos días al año por ricos judíos provenientes de EEUU y Europa, quienes además disfrutan de exenciones fiscales. Esta situación recuerda bastante a la vivida en la costa española durante el boom del ladrillo, donde fueron construidas miles de viviendas de lujo para ricos turistas europeos, totalmente fuera del alcance del trabajador medio.
En Israel, al igual que España antes del 15 de mayo, la apatía se respiraba en todas partes, las decisiones importantes -y lesivas para la mayoría- eran tomadas por una élite gobernante ante la impasibilidad de la población. Esta situación la explicaba bien Yair Lapid, escritor y columnista del diario Yediot Ahoronot:
"El problema de Israel es el silencio. Callamos y cumplimos como reservistas, pagamos clases particulares para nuestros hijos porque la educación no es lo suficientemente buena, callamos al enfrentarnos a nuestros padres para pedirles dinero para el alquiler. Ya basta".
Ahora en Israel, como en España, al menos muchos ciudadanos se plantean que realmente no vivimos en democracia, y salen a las calles para decirlo, para reclamar cambios. Los israelíes se inspiraron en el movimiento 15M tanto como pudieron. Importaron de Sol el espíritu participativo y asambleario que tan fuerte ha hecho al movimiento.
Aunque el elemento desencadenante de la indignación popular en Israel sea la vivienda, los ciudadanos finalmente reaccionaron al descubrir que son ellos, las clases populares, quienes soportan sobre sus hombros -y bolsillos- los desmanes del neoliberalismo. El debilitamiento del poder adquisitivo de la ciudadanía, a base de mayores impuestos indirectos -a cambio de reducciones fiscales a las clases pudientes-, recortes sociales, encarecimiento de bienes básicos, congelaciones salariales es algo que se viene repitiendo por todo el mundo desarrollado, aunque en algunos países -por cuestiones coyunturales- haya tenido un efecto más penoso que en otros. Según Efraim Davidi, profesor de Historia Económica y Social en la Universidad de Tel Aviv, un punto en común entre los movimientos de España e Israel es que "el peso de las protestas lo están llevando a menudo las clases medias y bajas que tienen empleo pero se quejan de su miserable remuneración".
Esto que está ocurriendo en Israel ha de tomarse como un atisbo de esperanza para los ciudadanos de occidente. Aquella nación es, a pesar de su reducida extensión y población, un país puntero en ciertos aspectos que lo alejan de la periferia en la que se encuentra establecida España. Israel apenas tiene un 5,8% de paro, su economía -aún en época de crisis- crece a un ritmo del 6% anual, las empresas tecnológicas del país suman en el Nasdaq de Nueva York más que todo el continente europeo (es la segunda potencia tras EEUU) y es la nación que mayor porcentaje del PIB invierte en I+D+i (4,5%, 1,3 puntos más que Japón y 1,8 más que EEUU).
Esto que está ocurriendo en Israel ha de tomarse como un atisbo de esperanza para los ciudadanos de occidente. Aquella nación es, a pesar de su reducida extensión y población, un país puntero en ciertos aspectos que lo alejan de la periferia en la que se encuentra establecida España. Israel apenas tiene un 5,8% de paro, su economía -aún en época de crisis- crece a un ritmo del 6% anual, las empresas tecnológicas del país suman en el Nasdaq de Nueva York más que todo el continente europeo (es la segunda potencia tras EEUU) y es la nación que mayor porcentaje del PIB invierte en I+D+i (4,5%, 1,3 puntos más que Japón y 1,8 más que EEUU).
El hecho de que este aire de indignación se trasmita de la periferia al centro de Occidente es significativo y sintomático de que importantes cambios pueden acontecer. Nótese que anteriores amagos de este flujo de indignación fueron duramente reprimidos -y hasta ahora abortados-, como el caso reciente de Francia. Por tanto, Israel implica un paso más hacia ese cambio de conciencia global que la humanidad lleva necesitando.
No obstante muchos nos preguntamos por la situación de Palestina -motivo de indignación para el propio Hessel- y su repercusión en las acampadas en el bulevar Rothschild. La cuestión Palestina no es simple y conllevaría un profundo análisis geoestratégico de la situación para acercarnos a comprender la problemática, cosa fuera del alcance de este artículo. Tampoco es de esperar un cambio súbito en la mentalidad de un pueblo acostumbrado a la política de hostilidad que tradicionalmente sus gobiernos mantienen hacia Palestina. Sin embargo, nótese que en Israel existe desde 1989 el B'Tselem, organización en defensa de los derechos de los palestinos, apoyada por intelectuales, académicos e incluso miembros de la Knesset o Parlamento. Es decir, a pesar de los intereses de los grupos de poder nacionales, poco a poco se va fomentando el debate hacia la cuestión palestina. Estos intelectuales, al igual que muchos homólogos españoles, apoyan activamente a los indignados, participan en sus asambleas. Es significativo que se estén dando casos de activistas de la extrema derecha, procedentes de las colonias israelíes en los territorios ocupados, que han asaltado el campamento de los indignados, rompiendo sus banderas rojas y derribando las pancartas que pedían la convivencia entre judíos y árabes. Al igual que en España, una parte de los medios de comunicación -los más afines a las ideologías neoliberales y de extrema derecha- fomentan la intolerancia hacia los indignados en Israel.
El espíritu crítico que necesariamente brota de las asambleas de ciudadanos lleva a la gente a plantearse las "recetas" tradicionales del gobierno israelí, ejemplificado en las palabras de una ciudadana de Jerusalén que afirmaba, en una entrevista a la prensa italiana, "no conseguir entender porqué tanto dinero público tenga que ir a los colonos y a los asentamientos en los territorios ocupados mientras nuestros jóvenes no tienen trabajo ni recursos para construirse un futuro". Así, la torpe solución a las movilizaciones de indignados del gobierno neoliberal de Netanyahu -apoyado por la extrema derecha israelí- consiste en inundar de viviendas baratas la Cisjordania ocupada, propuesta rechazada de pleno por los ciudadanos.
Mientras tanto, en todo Israel se repiten día a día asambleas de ciudadanos bajo el mismo noble principio, la justicia social, exigencia mínima en estos días de contrarrevolución y pérdidas de derechos de la mayoría que sostiene a la sociedad. Bajo ese principio sólo se puede aspirar a una sociedad mejor, más justa que sólo podemos construir entre todos. Ciudadanos griegos, españoles y ahora israelíes aguardan con esperanza a los indignados del resto del mundo que han de venir.
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