Supongamos a un ciudadano cualquiera a quien se acusa de un delito y se encarcela durante más de tres años. Durante ese tiempo se le aisla, se le obliga a dormir desnudo, se retrasa su juicio a sabiendas de que será declarado culpable, se filtran cuestiones íntimas de su vida privada a la prensa, en definitiva, se le destroza psicológicamente. Si esa persona declara durante el proceso judicial que la filtración de documentos secretos diplomáticos y militares a Wikileaks perjudicó los intereses de su país, es difícil creerse que lo haga en plenitud de sus facultades. El circo mediático y judicial en torno a este ciudadano estadounidense está sirviendo como altavoz de la capacidad del Imperio de doblegar la voluntad, a cualquier precio, de quien ose desafiarlo.
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