“El poder corrompe” es una falacia ampliamente aceptada por la población y profusamente repetida por los medios que, enfocada en el poder político, socava la confianza en quienes ejercen la política y los cimientos de la propia democracia, pues justifica y humaniza a quienes tienen actitudes de abuso de poder.
Que el poder corrompe es un tópico profundamente enraizado en el saber popular. Lo aceptamos como un hecho sin más, como una especie de maldición que pervierte la moral del poderoso como consecuencia de haber alcanzado su particular condición de privilegio. Nos encontramos ante un argumento ad populum, cuya validez se basa en la aceptación por parte de mucha gente de que el poder inevitablemente conduce a la corrupción, lo que implica cierta actitud transigente con lo que tendría que ser intolerable.
Normalmente el concepto de poder se focaliza en el ámbito político. En este contexto, la afirmación de que el poder corrompe es especialmente venenosa hacia los principios más básicos de la democracia, puesto que estamos humanizando al cargo público corrupto e implícitamente disculpamos a quien saca provecho propio de su posición de poder.
Hemos asumido que una élite con acceso al poder puede ser corrupta por el simple hecho de gobernar; es decir, negamos tácitamente la posibilidad de que ciertas personas puedan haber decidido acceder al poder para lucro propio, y además nos convencemos de que el poder es tan malo que las ha corrompido. Por tanto, hemos exonerado al corrupto, ya que éste pasa a ser visto como inevitable víctima del poder.
Así, la ética de quien ostenta un cargo de poder pasa a un último plano que ni siquiera se plantea entre la ciudadanía. Éste es el único modo en que se puede explicar que cargos políticos con imputaciones por corrupción vuelvan a ser votados en sucesivas elecciones. Quien vota a quien sabe corrupto, ¿acaso no es en cierto modo cómplice de los latrocinios cometidos por aquél?
Es por tanto necesario realizar un ejercicio de autocrítica: ¿cuántas veces hemos oído decir aquello de “hay que comprender que si yo tuviera un puesto importante también intentaría beneficiarme de aquél”? Es una frase que mezcla la frustración hacia un colectivo en el que se ha dejado de confiar y la picaresca patria de la que, desgraciadamente, tanto alardeamos. A quienes realizar tales afirmaciones habría que preguntarles si piensan que realmente ellos tienen posibilidad de gobernar o acceder a algún cargo de responsabilidad? Justificamos el fraude del pez gordo por si, en algún hipotético día, llegamos a ser poderosos podamos llevarnos nuestro trozo del pastel.
La visión de la corrupción como actitud generalizada entre la casta política no es sólo falsa, sino que conviene a los verdaderamente corruptos, al generalizar artificialmente su conducta. Hay muchos más políticos honrados que corruptos, si no directamente podremos afirmar que no vivimos en nada que se parezca siquiera a una democracia. Sólo que de los primeros no se habla, mientras incluso se ensalza desde algunos medios la "habilidad" de los segundos para no ser encausados. De este modo, la corrupción y la disculpa de aquélla por parte de muchos ciudadanos -y medios de comunicación- denota un importante déficit democrático que además socava la credibilidad de los políticos y a la democracia en sí misma. Cada vez es más acusado el desplazamiento de la casta política, en cuanto a poder real, por grandes empresarios y banqueros; hecho del que el pueblo apenas se inmuta. No vale decir “políticos corruptos”, lo que es necesario es tener el valor de identificar a quienes verdaderamente lo son y exigirles responsabilidades hasta las últimas consecuencias.
Como es de sospechar, el ejercicio de señalar a los corruptos no es sencillo. Hay presiones, compromisos, lealtades y demás obstáculos por sortear. La principal herramienta para ello es la transparencia, que ha demostrado su eficiencia en los países donde más escrupulosamente se aplica. El caso de Finlandia es el paradigma de la lucha contra la corrupción gracias a su política de transparencia total[1], hecho reconocido desde organismos internacionales[2]. En el caso de España la transparencia es una quimera que habitualmente entra en conflicto con el derecho a la privacidad, confundiéndose deliberadamente lo privado con lo íntimo. Transparencia significa transparencia total. Si no se conocen las rentas, los bienes, las relaciones interesadas -empresarios, grupos de poder- de los cargos elegibles, se está dejando la puerta abierta a la corrupción.
Queda, por supuesto, la responsabilidad del ciudadano, del votante, de exigir a sus representantes honestidad, ética, uso responsable de su cargo de poder. Para ello, ha de fomentarse la democracia participativa, la adecuación de las leyes de iniciativa popular para evitar que democracia se reduzca al ejercicio de depositar el voto en la urna. Pero, incluso antes de todo aquello, el ciudadano ha de ser consciente de su particular situación de eslabón más débil de la cadena, de que existe una lucha real de clases, donde en estos momentos la clase dominante va venciendo por goleada, y que el único modo de revertir la situación pasa por despertar la conciencia de que las actitudes egoístas e hipócritas que justifican la corrupción debilitan lo público y fortalecen a aquellos otros poderes que no son elegibles. Así, la ciudadanía ha de ser crítica y escéptica ante cantos de sirena de quienes prometen jauja, pero no explican lo que harán cuando gobiernen y con quienes.
[1] "Así lucha Finlandia contra la corrupción (y no lo hace España)". 4/11/2010.
[2] "Finland again among least corrupt countries - in Russia corruption runs rampant". Helsingin Sanomat, 27/09/2007.