Cuando un empresario de un país desarrollado se atreve a defender públicamente la existencia de jornadas laborales maratonianas, calificando de "inútiles" y "vagos" a quienes se quejan de los interminables horarios de trabajo; cuando otro empresario califica los derechos laborales como "excusas" para trabajar menos; o cuando otros afirman sin tapujos que el concepto de conciliación laboral está sobrevalorado, los trabajadores hemos de asumir que se aproxima una época de retrocesos sociales sin precedentes. Los derechos actuales que la oligarquía empresarial ha decidido degradar al rango de privilegios, para su posterior supresión, son fruto de la lucha activa de generaciones anteriores. Tras la tregua del Estado del bienestar, los grandes poderes quieren restablecer el modelo sociolaboral que más les conviene, consistente en la precarización de las condiciones de los trabajadores, reduciéndolos a mera mano de obra barata, perfectamente reemplazable. Se trata de la lucha de clases recrudecida, del asalto final del gran capital para doblegar a una clase trabajadora que apenas comienza a darse cuenta de lo que está ocurriendo. Si no tomamos conciencia de clase, si no nos organizamos, si no confrontamos con inteligencia, volveremos a vivir para trabajar, de sol a sol, como nuestros bisabuelos o la gente de Bangladesh.
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