Este artículo analiza la progresiva intensificación de movilizaciones ciudadanas en todo el mundo y la consecuente posibilidad de que nos encontremos a las puertas de una revolución contra los grandes poderes, identificados como culpables del continuo deterioro de la calidad de vida en Occidente y de la creciente pobreza en los países en vías de desarrollo.
De Tahrir a Sol
Desde la llamada Primavera Árabe se han ido sucediendo movilizaciones ciudadanas con cada vez mayor repercusión mediática. Hablamos de una ciudadanía que, tras la crisis del 2008, había aceptado sumisamente todo tipo de agresiones a su nivel de vida, una contrarrevolución orquestada desde los grandes poderes financieros contra la cual, por fin, comienzan a vislumbrarse esperanzadoras respuestas, como las manifestaciones globales del pasado 15 de octubre.
Los parabienes iniciales de la maquinaria mediática occidental hacia las movilizaciones en Egipto y Túnez, pronto se convertirían en silencio y, más tarde, descrédito hacia los movimientos surgidos en suelo europeo, principalmente en el estado español. Para los medios más conservadores, los héroes de la plaza de Tahrir se convertían en perroflautas al ocupar Sol. Este doble rasero tiene una sencilla explicación: aquellos medios sitúan a las sociedades islámicas en un mundo aparte y atrasado, por lo que hablar de revueltas allí es como referirse al -para nosotros ejemplarizante- anhelo de unos pobres extranjeros que aspiran a los modelos occidentales, idealizados por los mencionados medios. Sin embargo, el panorama real consistía en una ciudadanía cansada de las políticas neoliberales de sus tiranos. En Occidente la ciudadanía llevaba demasiado tiempo soportando ese mismo tipo de política por parte de sus representantes democráticamente elegidos.
Los parabienes iniciales de la maquinaria mediática occidental hacia las movilizaciones en Egipto y Túnez, pronto se convertirían en silencio y, más tarde, descrédito hacia los movimientos surgidos en suelo europeo, principalmente en el estado español. Para los medios más conservadores, los héroes de la plaza de Tahrir se convertían en perroflautas al ocupar Sol. Este doble rasero tiene una sencilla explicación: aquellos medios sitúan a las sociedades islámicas en un mundo aparte y atrasado, por lo que hablar de revueltas allí es como referirse al -para nosotros ejemplarizante- anhelo de unos pobres extranjeros que aspiran a los modelos occidentales, idealizados por los mencionados medios. Sin embargo, el panorama real consistía en una ciudadanía cansada de las políticas neoliberales de sus tiranos. En Occidente la ciudadanía llevaba demasiado tiempo soportando ese mismo tipo de política por parte de sus representantes democráticamente elegidos.
Ahora bien, a pesar de la indiscutible diferencia en los niveles de vida entre unos y otros países, ¿qué diferencia hay entre ser gobernado por un presunto tirano o por un político democráticamente elegido cuando, en ambos casos, se va a legislar según los dictados de los mismos poderes financieros? Los sectores plegados a aquellos poderes por nada del mundo querrían que se despejase esa incógnita. En Occidente teníamos que seguir viviendo en la inopia de creernos en la cuna de las libertades y derechos, mientras éstos últimos eran -y siguen siendo- sigilosamente recortados.
Del 15M al 15O
La Spanish Revolution, el denominado movimiento indignado, supuso el despertar de una parte de la ciudadanía, una toma de conciencia de clase, lenta pero progresiva. Tanto que nos deleitábamos los españoles de nuestro propio inmovilismo, tanto acusar a la juventud de no protestar por el gran desempleo, la misma alabada como la mejor preparada de la historia que a su vez, paradójicamente, era etiquetada como la que "ni estudia ni trabaja".
Se rompieron las cadenas que nos engrilletan a los medios de comunicación convencionales. La gente empezó a dudar, a preguntarse si había otra opción que el gris destino que espera a la clase trabajadora. La ciudadanía reclamó probar el fruto del árbol prohibido, pidió conocer, salió a la calle. La rabia del pueblo se había desatado del modo más desconcertante para los poderosos: pacíficamente. Las acampadas no eran las protagonistas, por mucho que quisieran los capataces mediáticos al servicio de sus amos del gran capital, sino las asambleas que se realizaban en las plazas de todo el país.
No fue algo espontáneo, como algunos pretenden hacer entender. Gran parte de la intelectualidad progresista llevaba tiempo denunciando las terribles consecuencias de las políticas neoliberales y el inevitable camino a la pobreza al que conduciría a la ciudadanía. Nos contagiamos de Tahrir porque estos académicos desafiaron al mensaje oficial que predicaba las bondades de los mercados sin regularizar, del control del déficit público, de la supremacía de lo privado, de la flexibilidad laboral para crear empleo.
Una vez más, se subestimó la inteligencia del pueblo. El insulso botón “me gusta” de Facebook se empleó para divulgar interrogantes, dudas sobre el presente, inquietudes sobre el futuro. Las redes sociales de Internet eclipsaron los canales tradicionales de comunicación. Tal ha sido su amenaza que en el Reino Unido se pretendió aplicar censura sobre estos medios, tomando como excusa las violentas revueltas acontecidas en junio[1]. En el mismo sentido, el eurodiputado del Partido Popular Europeo Tiziano Motti propuso que los ordenadores vendidos en la UE incorporasen una “caja negra” que registre los movimientos de sus usuarios con la excusa de prevenir el crimen cibernético[2].
Los movimientos ciudadanos se fueron extendiendo a otros países, el continuo negacionismo de los medios de comunicación era puesto en evidencia por los ciudadanos de Israel y EEUU. Las protestas ya no tenían lugar en países de la periferia mundial o de la segunda fila europea. Se pedía justicia social y, más que nunca, se reconocía y señalaba a los auténticos culpables del deterioro mundial del nivel de vida de la clase trabajadora. Wall Street era ocupado simbólicamente por miles de neoyorquinos, el movimiento pronto se extendería a todo el país. El sentimiento de indignación se volvía global.
¿Nos encontramos ante una revolución?
Desde los años 1970 lleva produciéndose una auténtica contrarrevolución orquestada desde los grandes poderes, inicialmente silenciosa en los países ricos, pero indudablemente perjudicial para los intereses de la clase trabajadora de todo el globo. Como explica Naomi Klein en su libro La Doctrina del Shock, el golpe de estado de Chile de 1973 supuso el inicio de un ensayo de lo que debería ser el neoliberalismo en su estado más puro. Respecto a los ciudadanos europeos y estadounidenses, ajenos a lo que entonces acontecía, Noam Chomsky menciona a menudo las palabras de Douglas Fraser en 1978, entonces presidente del sindicato más importante de los EEUU, quien acusa a los "dirigentes de la comunidad empresarial" de haber "escogido seguir en tal país la vía de la guerra de clases (class war) unilateral, una guerra de clases en contra de la clase trabajadora, de los desempleados, de los pobres, de las minorías, de los jóvenes y de los ancianos, e incluso de los sectores de las clases medias de nuestra sociedad"[3].
Era cuestión de tiempo que, en paralelo al aumento de la virulencia de las agresiones a la clase trabajadora, ésta reaccionase para exigir, de algún modo, el fin de aquellas hostilidades que sólo conducen al empobrecimiento de los ciudadanos. Hoy estas condiciones son más patentes que nunca, cuando la democracia es una caricatura de lo que debería de ser y la clase política en el poder ha dado completamente la espalda a la ciudadanía en pos de gobernar según los criterios e intereses de la clase dominante.
De la reacción de parte de la ciudadanía en la mayoría de los países occidentales mediante movilizaciones permanentes podemos deducir que se empiezan a dar las condiciones para una próxima revolución mundial. Por necesidad, toda revolución parte de las masas, a partir del momento en que éstas adquieren el empuje suficiente para intervenir directamente en los acontecimientos históricos. Entiéndase que la ciudadanía es, por definición, conservadora. Lo es en el sentido en que la ciudadanía acepta, bajo condiciones normales, las instituciones y relaciones de poder existentes como si fueran inamovibles. La ciudadanía muestra, por tanto, un considerable margen de tolerancia hacia excesos y abusos desde los poderes políticos y económicos que estos últimos capitalizarán mientras la masa no reaccione en términos de ruptura con la situación que considera inaceptable.
Resulta injusto, sin embargo, exigir a quienes empiezan a mostrar su hartazgo hacia la situación actual que planteen alternativas. Hay que considerar que una gran parte de la masa social ya ha dado un gran paso al identificar lo que no quiere, lo que rechaza. Al respecto se dan dos extremos igual de perniciosos para cualquier proceso revolucionario en estado embrionario: por una parte, aquellos que justifican su inmovilismo -e insolidaridad- con la excusa de la falta de alternativas concretas; por otra, quienes esperan encontrar entre quienes se movilizan a un grupo de revolucionarios extremistas con unas ideas preconcebidas.
Para comprender la dinámica básica de la revolución podemos tomar el símil de una máquina de vapor[4]. La ciudadanía que empieza a moverse actúa expandiéndose como el vapor, es decir, conlleva una energía que, de por sí, está condenada a disiparse. Por eso, la primera respuesta de los grandes poderes consiste en imponer el silencio mediático a cualquier movilización[5]. Continuando el símil, la energía del vapor ha de concentrarse en una caldera y recogerse por medio de un pistón. Este papel necesariamente lo ha de cumplir algún ente organizativo. Los medios de comunicación alternativos -sobre todo la Red- está permitiendo un nivel de cohesión y transmisión de ideas nunca visto antes en la historia. Siempre que no se olvide que la fuerza viene de la ciudadanía, el vapor, las masas, la transmisión de energía en esta máquina de vapor, la conversión en movimiento, es muy factible.
A medida que se agudice el conflicto entre las clases, mayor número de ciudadanos se unirán a las movilizaciones. La reacción por parte de los grandes poderes ira en función de la magnitud en que perciban amenazas hacia sus privilegios. Sus recursos, tanto mediáticos como económicos, les servirán para crear opiniones dispares, comprar disidencias, difundir la indiferencia. Asimismo, sus respuestas represivas a las movilizaciones serán más contundentes según éstas se acerquen a los centros económicos más estratégicos[6].
Sin embargo, no olvidemos que, además de la reacción de los grandes poderes, surge el peligro de elementos extremistas que se aprovechen de la situación de descontento. Esto ocurrió en los años 20 y 30 del siglo pasado, que permitieron el ascenso de los totalitarismos en Europa. Entiéndase que es la conciencia de las masas la que determina el camino de los procesos revolucionarios. La ciudadanía comienza a tener bien claro lo que no quiere, es por eso la importancia de los esfuerzos de académicos e intelectuales por explicar lo que ocurre. El éxito de cualquier revolución pasa por la información, herramienta necesaria para la concienciación de las masas de la importancia de unirse a las exigencias de cambios que permitan alcanzar un orden más justo para todos.
El futuro no está escrito, por mucho que los más poderosos se empeñen en imponernos planes de ajustes, precariedad y gris futuro. Más que nunca, la ciudadanía tiene en sus manos exigir un cambio global, emprender un camino hacia un mundo más justo, más ecológico, más sostenible, en fraternidad. Las revoluciones siempre implican ruptura, justificada ahora más que nunca ante una crisis sistémica que amenaza la existencia de la sociedad misma. La revolución mundial sólo será posible cuando gran parte de la clase ciudadana camine hacia la misma dirección. Cada persona que sueñe con una sociedad más justa tiene la tarea revolucionaria de apagar los televisores, informarse con espíritu crítico, escéptico, explicar a quienes le rodean de la situación real, de la fuerza de la ciudadanía unida.
Del 15M al 15O
La Spanish Revolution, el denominado movimiento indignado, supuso el despertar de una parte de la ciudadanía, una toma de conciencia de clase, lenta pero progresiva. Tanto que nos deleitábamos los españoles de nuestro propio inmovilismo, tanto acusar a la juventud de no protestar por el gran desempleo, la misma alabada como la mejor preparada de la historia que a su vez, paradójicamente, era etiquetada como la que "ni estudia ni trabaja".
Se rompieron las cadenas que nos engrilletan a los medios de comunicación convencionales. La gente empezó a dudar, a preguntarse si había otra opción que el gris destino que espera a la clase trabajadora. La ciudadanía reclamó probar el fruto del árbol prohibido, pidió conocer, salió a la calle. La rabia del pueblo se había desatado del modo más desconcertante para los poderosos: pacíficamente. Las acampadas no eran las protagonistas, por mucho que quisieran los capataces mediáticos al servicio de sus amos del gran capital, sino las asambleas que se realizaban en las plazas de todo el país.
No fue algo espontáneo, como algunos pretenden hacer entender. Gran parte de la intelectualidad progresista llevaba tiempo denunciando las terribles consecuencias de las políticas neoliberales y el inevitable camino a la pobreza al que conduciría a la ciudadanía. Nos contagiamos de Tahrir porque estos académicos desafiaron al mensaje oficial que predicaba las bondades de los mercados sin regularizar, del control del déficit público, de la supremacía de lo privado, de la flexibilidad laboral para crear empleo.
Una vez más, se subestimó la inteligencia del pueblo. El insulso botón “me gusta” de Facebook se empleó para divulgar interrogantes, dudas sobre el presente, inquietudes sobre el futuro. Las redes sociales de Internet eclipsaron los canales tradicionales de comunicación. Tal ha sido su amenaza que en el Reino Unido se pretendió aplicar censura sobre estos medios, tomando como excusa las violentas revueltas acontecidas en junio[1]. En el mismo sentido, el eurodiputado del Partido Popular Europeo Tiziano Motti propuso que los ordenadores vendidos en la UE incorporasen una “caja negra” que registre los movimientos de sus usuarios con la excusa de prevenir el crimen cibernético[2].
Los movimientos ciudadanos se fueron extendiendo a otros países, el continuo negacionismo de los medios de comunicación era puesto en evidencia por los ciudadanos de Israel y EEUU. Las protestas ya no tenían lugar en países de la periferia mundial o de la segunda fila europea. Se pedía justicia social y, más que nunca, se reconocía y señalaba a los auténticos culpables del deterioro mundial del nivel de vida de la clase trabajadora. Wall Street era ocupado simbólicamente por miles de neoyorquinos, el movimiento pronto se extendería a todo el país. El sentimiento de indignación se volvía global.
¿Nos encontramos ante una revolución?
Desde los años 1970 lleva produciéndose una auténtica contrarrevolución orquestada desde los grandes poderes, inicialmente silenciosa en los países ricos, pero indudablemente perjudicial para los intereses de la clase trabajadora de todo el globo. Como explica Naomi Klein en su libro La Doctrina del Shock, el golpe de estado de Chile de 1973 supuso el inicio de un ensayo de lo que debería ser el neoliberalismo en su estado más puro. Respecto a los ciudadanos europeos y estadounidenses, ajenos a lo que entonces acontecía, Noam Chomsky menciona a menudo las palabras de Douglas Fraser en 1978, entonces presidente del sindicato más importante de los EEUU, quien acusa a los "dirigentes de la comunidad empresarial" de haber "escogido seguir en tal país la vía de la guerra de clases (class war) unilateral, una guerra de clases en contra de la clase trabajadora, de los desempleados, de los pobres, de las minorías, de los jóvenes y de los ancianos, e incluso de los sectores de las clases medias de nuestra sociedad"[3].
Era cuestión de tiempo que, en paralelo al aumento de la virulencia de las agresiones a la clase trabajadora, ésta reaccionase para exigir, de algún modo, el fin de aquellas hostilidades que sólo conducen al empobrecimiento de los ciudadanos. Hoy estas condiciones son más patentes que nunca, cuando la democracia es una caricatura de lo que debería de ser y la clase política en el poder ha dado completamente la espalda a la ciudadanía en pos de gobernar según los criterios e intereses de la clase dominante.
De la reacción de parte de la ciudadanía en la mayoría de los países occidentales mediante movilizaciones permanentes podemos deducir que se empiezan a dar las condiciones para una próxima revolución mundial. Por necesidad, toda revolución parte de las masas, a partir del momento en que éstas adquieren el empuje suficiente para intervenir directamente en los acontecimientos históricos. Entiéndase que la ciudadanía es, por definición, conservadora. Lo es en el sentido en que la ciudadanía acepta, bajo condiciones normales, las instituciones y relaciones de poder existentes como si fueran inamovibles. La ciudadanía muestra, por tanto, un considerable margen de tolerancia hacia excesos y abusos desde los poderes políticos y económicos que estos últimos capitalizarán mientras la masa no reaccione en términos de ruptura con la situación que considera inaceptable.
Resulta injusto, sin embargo, exigir a quienes empiezan a mostrar su hartazgo hacia la situación actual que planteen alternativas. Hay que considerar que una gran parte de la masa social ya ha dado un gran paso al identificar lo que no quiere, lo que rechaza. Al respecto se dan dos extremos igual de perniciosos para cualquier proceso revolucionario en estado embrionario: por una parte, aquellos que justifican su inmovilismo -e insolidaridad- con la excusa de la falta de alternativas concretas; por otra, quienes esperan encontrar entre quienes se movilizan a un grupo de revolucionarios extremistas con unas ideas preconcebidas.
Para comprender la dinámica básica de la revolución podemos tomar el símil de una máquina de vapor[4]. La ciudadanía que empieza a moverse actúa expandiéndose como el vapor, es decir, conlleva una energía que, de por sí, está condenada a disiparse. Por eso, la primera respuesta de los grandes poderes consiste en imponer el silencio mediático a cualquier movilización[5]. Continuando el símil, la energía del vapor ha de concentrarse en una caldera y recogerse por medio de un pistón. Este papel necesariamente lo ha de cumplir algún ente organizativo. Los medios de comunicación alternativos -sobre todo la Red- está permitiendo un nivel de cohesión y transmisión de ideas nunca visto antes en la historia. Siempre que no se olvide que la fuerza viene de la ciudadanía, el vapor, las masas, la transmisión de energía en esta máquina de vapor, la conversión en movimiento, es muy factible.
A medida que se agudice el conflicto entre las clases, mayor número de ciudadanos se unirán a las movilizaciones. La reacción por parte de los grandes poderes ira en función de la magnitud en que perciban amenazas hacia sus privilegios. Sus recursos, tanto mediáticos como económicos, les servirán para crear opiniones dispares, comprar disidencias, difundir la indiferencia. Asimismo, sus respuestas represivas a las movilizaciones serán más contundentes según éstas se acerquen a los centros económicos más estratégicos[6].
Sin embargo, no olvidemos que, además de la reacción de los grandes poderes, surge el peligro de elementos extremistas que se aprovechen de la situación de descontento. Esto ocurrió en los años 20 y 30 del siglo pasado, que permitieron el ascenso de los totalitarismos en Europa. Entiéndase que es la conciencia de las masas la que determina el camino de los procesos revolucionarios. La ciudadanía comienza a tener bien claro lo que no quiere, es por eso la importancia de los esfuerzos de académicos e intelectuales por explicar lo que ocurre. El éxito de cualquier revolución pasa por la información, herramienta necesaria para la concienciación de las masas de la importancia de unirse a las exigencias de cambios que permitan alcanzar un orden más justo para todos.
El futuro no está escrito, por mucho que los más poderosos se empeñen en imponernos planes de ajustes, precariedad y gris futuro. Más que nunca, la ciudadanía tiene en sus manos exigir un cambio global, emprender un camino hacia un mundo más justo, más ecológico, más sostenible, en fraternidad. Las revoluciones siempre implican ruptura, justificada ahora más que nunca ante una crisis sistémica que amenaza la existencia de la sociedad misma. La revolución mundial sólo será posible cuando gran parte de la clase ciudadana camine hacia la misma dirección. Cada persona que sueñe con una sociedad más justa tiene la tarea revolucionaria de apagar los televisores, informarse con espíritu crítico, escéptico, explicar a quienes le rodean de la situación real, de la fuerza de la ciudadanía unida.
Notas:
[1] "David Cameron estudia una posible intervención de las redes sociales y bloquear los SMS". 20 Minutos, 11-08-2011.
[2] "Un parlamentario europeo propone instalar una 'caja negra' en cada ordenador para monitorizarlos". Nación Red, 20-10-2011.
[3] Por ejemplo, véase el prólogo del libro Hay alternativas. Propuestas para crear empleo y bienestar en España de Vicenç Navarro, Juan Torres y Alberto Garzón.
[4] Véase. por ejemplo, el prólogo de Historia de la Revolución Rusa de León Trotski.
[5] Recordemos que el 16 de mayo de 2011 apenas ningún medio de comunicación tradicional hizo eco de las masivas movilizaciones el día anterior.
[4] Véase. por ejemplo, el prólogo de Historia de la Revolución Rusa de León Trotski.
[5] Recordemos que el 16 de mayo de 2011 apenas ningún medio de comunicación tradicional hizo eco de las masivas movilizaciones el día anterior.
[6] Al respecto, nótese la violencia desmedida de la policía estadounidense frente a las movilizaciones de los manifestantes de Occupy Wall Street.