Rusia es el nuevo enemigo de Occidente, al menos es lo que los grandes medios de comunicación tratan de inculcar a las poblaciones a base de transformar la figura de Putin en una reedición del zar Iván el Terrible. No sin razón, la política doméstica del líder ruso es realmente cuestionable: desde el impulso de la homofobia hasta el tratamiento del asunto checheno. No obstante, hay que recordar que los únicos "tiranos" que históricamente han molestado a Occidente han sido aquéllos que se han negado a ceder el control de sus recursos a las multinacionales occidentales. Las principales diferencias de Putin con Boris Yeltsin, aparte del evidente menor nivel de alcoholismo, han sido su decisión de nacionalizar parte de los sectores estratégicos y su política de independencia frente a los intereses otanistas. Con ello, hay que comprender que con el golpe de Estado en Ucrania se buscaba debilitar a Rusia pues, como diría Zbigniew Brzezinski, "Rusia sin Ucrania es un Estado normal; con ella es un imperio". La amenaza de balcanización de Rusia está ahí. Por eso, entre la espada y la pared, a Putin sólo le queda limitar las herramientas ofensivas de Occidente en su contra, ya sean directamente bélicas, lo que implica la reactivación de su industria militar, o estratégicas, como supone atar en corto las ONG financiadas desde el exterior, "que se usan como tapadera y bajo el pretexto de la cooperación y la defensa de la democracia y los Derechos Humanos". Geoestrategia en estado puro.
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