La calidad democrática de un Estado también se mide por su capacidad para depurar excesos en épocas pasadas. Mal parada queda la credibilidad democrática de España cuando torturadores del régimen franquista han de ser juzgados en terceros estados; cuando, tras años de dar palizas y vejaciones a ciudadanos incómodos a la dictadura, ex-policías y ex-guardias civiles con las manos manchadas de sangre se mueven a sus anchas por un país que presume de transición modélica; cuando algunos de sus jefes de entonces son hoy -o han sido- figuras importantes de gobiernos de la democracia.
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