Los incidentes acontecidos en Valencia han resultado un excelente instrumento para el Gobierno de España a la hora de distraer a la opinión pública ante la gravedad de la situación actual, donde la clase trabajadora ve cada día recortar sus derechos y endurecer sus condiciones laborales. Sólo la unidad de clase permitirá afrontar los continuos ataques de la oligarquía contra los intereses del pueblo.
Los sucesos de Valencia han supuesto un revulsivo para una sociedad demasiado acostumbrada al inmovilismo. La ciudadanía de todo el estado ha salido a la calle para protestar, pedir explicaciones, mostrar su indignación por actos de agresiones, vejaciones, abusos de autoridad realizados contra chicos de instituto y quienes fueron a apoyarlos[1]. En definitiva, lo que en las calles se empieza a conocer como libros y cuadernos contra porras.
La sociedad al respecto ha sido clara. La violencia es intolerable provenga de donde provenga, máxime cuando ésta es por parte de quienes tienen el deber de proteger a la ciudadanía. Estudiantes de instituto y universitarios, periodistas, políticos, ciudadanos corrientes, han comprobado que, cuando interesa a las autoridades, las leyes se pueden interpretar del modo más estricto para justificar órdenes que implican la vulneración de derechos fundamentales.
Más bien temprano que tarde, las aguas volverán a su cauce; quizás, siendo muy optimistas, habrá alguna dimisión; probablemente algunos de los detenidos queden libres sin cargos; desde las autoridades se suavizará lo ocurrido con el apoyo de la maquinaria mediática de los medios de comunicación afines; se darán algunas explicaciones, mayormente basadas en ambigüedades, que no satisfarán a nadie; habrá demagogia, mucha demagogia.
Pero la ciudadanía volverá a sus casas con la amarga sensación de saber que sus derechos están subordinados al arbitrio de unos cuantos gobernantes. A partir de ahora no olvidarán que unas simples órdenes dadas desde un cómodo despacho, alejado de la realidad de las calles, pueden significar horas de miedo y represión. Con un poco de suerte, el espíritu crítico se habrá despertado un poco más en esta población, cada vez menos adormecida, y comenzará a hacerse preguntas.
Mucha gente se preguntará porqué unos sí pueden cortar las calles -ya sea para hacer colas para comprar un nuevo iPhone, participar en jornadas de índole religioso o celebrar las victorias de su equipo de fútbol- pero, en cambio, cuando se trata de protestar por la falta de calefacción en las aulas de un instituto, la respuesta sean cargas policiales. También se preguntará por los costes de movilizar cuerpos antidisturbios de varias ciudades de España y habilitar helicópteros para controlar a las masas, seguramente muy superiores al precio de la calefacción que se ha negado a los estudiantes.
Pero quizás, el gran interrogante que surja entre la ciudadanía sea el motivo real de las cargas. ¿Realmente resultan tan molestos unas decenas de chicos apostados en unas calles por mucho que corten el tráfico?, ¿merece la pena erosionar la imagen de un cuerpo respetable como el de la Policía Nacional por un asunto así?, ¿acaso no pensaban que la población fuese a reaccionar indignada ante unas circunstancias tan graves?
Se ha pegado a gente, a personas de la calle, a jóvenes; se les ha insultado, vejado, arrestado, humillado. No se trata de rumores: hay cientos de grabaciones, fotos, partes médicos que corroboran los abusos. Las imágenes de lo ocurrido en Valencia han dado la vuelta al mundo[2], hecho que ya llegado a preocupar al propio Ministro de Interior quien, al respecto, ha dado órdenes a la policía de “restringir al máximo las intervenciones, aun a costa de aguantar hasta el límite posible incluso provocaciones”[3]. De esto último no es difícil deducir que, por una parte, el trato en la calle a los manifestantes depende de la repercusión internacional de las protestas y, por otra, el nivel de dureza y represión viene ordenado desde quienes nos gobiernan.
Si bien estos sucesos han supuesto una reacción por parte de un importante sector de la opinión pública y la movilización de miles de ciudadanos, también es cierto que han sido útiles para el Gobierno para distraer la atención de la opinión pública de asuntos como la polémica reforma laboral recientemente aprobada. Partiendo de la tesis de que nuestros gobernantes no son precisamente estúpidos sino que, muy al contrario, tienen estudiado cada paso que dan, no es descabellado pensar que esta situación haya podido ser instrumentalizada con el objetivo de poner en práctica la doctrina del shock que tan buen resultado ha dado a los discípulos del dogma neoliberal.
Planteemos por un momento la situación: un gobierno cuyo mandato, recién estrenado, comienza a ser puesto en duda incluso por algunos de quienes lo han votado por culpa de medidas tomadas como la reforma laboral que, tal como el propio Presidente reconoce, no reactivará la economía ni dará empleo a corto o medio plazo. Por otro lado, cuestiones que descontentan a mucha gente, como continuos recortes en la educación y la sanidad pública, comunidades autónomas al borde de la quiebra, el cese de un juez admirado por gran parte de la ciudadanía, casos de corrupción que salpican a las más altas esferas que, sin embargo parecen destinados a ser enterrados en el olvido. Por otro, la evidente falta de soberanía que delega las grandes decisiones a los designios de la gran oligarquía europea. Indicios todos de la degradación de la calidad democrática en el Estado Español. El fantasma de las movilizaciones masivas comenzaba a planear sobre el territorio patrio.
El exceso de celo con el que se inicialmente llevó el control de las movilizaciones emprendidas por grupos de estudiantes de instituto contra los recortes en educación fue la excusa perfecta para hacer una demostración de fuerza y, de camino, emplearla como maniobra de distracción de la opinión pública. Lo que podía haber sido una orden desde Delegación de Gobierno de evitar problemas y confrontaciones, y así calmar ánimos, se convirtió en otra de asedio al enemigo. El resto ya es historia. Cada actor hizo su papel a la perfección, incluido el jefe superior de Policía de la Comunidad Valenciana, quien echó más leña al fuego con sus desafortunadas declaraciones[4].
Vivimos épocas convulsas, momentos de crisis que se ceban con los derechos de los ciudadanos. No se trata de una simple crisis económica; nos encontramos ante una crisis de sistema, en la que los más poderosos practican un “sálvese quien pueda”, muy conscientes de que, en las circunstancias actuales, sólo pueden salvarse ellos. Hoy, más que nunca, se hace patente la división entre los “de arriba” y los “de abajo”. A más divididos estemos los “de abajo”, peor parados saldremos en esta contienda de la que no hacemos más que huir, pero que inevitablemente nos alcanza. Al respecto, hemos de tener todos muy claro que la clase trabajadora está compuesta por asalariados, autónomos y pequeños empresarios, es decir, los principales damnificados de esta crisis. Los agentes de policía son tan trabajadores como cualquier otro, de ahí que la sociedad esté en el derecho de exigirles que tomen conciencia de ello y actúen como tales. Aunque tengan la obligación de cumplir órdenes, también es cierto que tienen un reglamento y una ética que respetar. No vale, por difícil que sea, seguir a pies juntillas cualquier orden. Para quienes se reúnen en los despachos de los gobernadores y altas jerarquías, ellos sólo son números, carne de cañón a quien enfrentar contra la población. Desde el momento en que se les exige intervenir móviles con cámara u ocultar sus números de identificación, es razonable pensar que ese principio de transparencia y servicio a la ciudadanía va quedar anulado por órdenes de contundencia y desproporcionalidad.
Ningún ciudadano corriente, ninguno, va a salir a la calle a manifestarse por gusto. Al contrario, las personas aguantamos, toleramos mucho más de lo que sería deseable antes de reaccionar. Ése es el motivo por el que hemos llegado a la situación actual. Algunos de ustedes recordarán, hace unos 15 años, cuando en las columnas de opinión de los principales periódicos nacionales los economistas neoliberales hablaban de la necesidad de “limitar” el estado del bienestar. ¿Se imaginan ustedes cómo sería el presente si por aquel entonces los españoles hubiéramos invadido las calles como protesta ante tales declaraciones, que ahora comprobamos que fueron amenazas? La movilización es necesaria si realmente deseamos cambiar las cosas. Es una contradicción que los cuerpos de policía se conviertan en fuerzas de choque contra sus propios intereses como trabajadores. La obediencia debida es, en interés propio, un sinsentido.
Es por eso que, si definimos como “revolución” al hecho de detener esta sangría que nos están produciendo los “de arriba”, recordemos que históricamente las revoluciones sólo se consiguieron llevar a cabo con éxito cuando las fuerzas del orden se pusieron del lado del pueblo. A pesar de las amargas evidencias de la que ocurrió en Valencia, hay una esperanza. No hace mucho, tres agentes de policía dieron su vida por salvar a dos chicos que iban ahogando en las traicioneras aguas de Galicia. Dudo mucho que héroes como aquéllos hubieran protagonizado las tristes escenas vistas frente al instituto Lluis Vives.
[1] "Cumplimiento de la ley y abuso de autoridad en Valencia". El Confidencial, 22 de febrero de 2012.
[2] "Las imágenes de las protestas de Valencia dan la vuelta al mundo a través de medios internacionales e Internet". EuropaPress, 21 de febrero de 2012.
[3] "El Gobierno ordena no intervenir a la policía aunque haya “provocaciones”". El País, 23 de febrero de 2012.
[4] "El jefe de la Policía justifica las cargas contra los estudiantes en Valencia". Público, 23 de febrero de 2012.
[5] "Eslovaquia condecora a los tres policías ahogados en A Coruña al tratar de salvar a su compatriota". RTVE Noticias, 17 de febrero de 2012.
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