sábado, 31 de diciembre de 2011

Falacia: "el poder corrompe"

El poder corrompe” es una falacia ampliamente aceptada por la población y profusamente repetida por los medios que, enfocada en el poder político, socava la confianza en quienes ejercen la política y los cimientos de la propia democracia, pues justifica y humaniza a quienes tienen actitudes de abuso de poder.

Que el poder corrompe es un tópico profundamente enraizado en el saber popular. Lo aceptamos como un hecho sin más, como una especie de maldición que pervierte la moral del poderoso como consecuencia de haber alcanzado su particular condición de privilegio. Nos encontramos ante un argumento ad populum, cuya validez se basa en la aceptación por parte de mucha gente de que el poder inevitablemente conduce a la corrupción, lo que implica cierta actitud transigente con lo que tendría que ser intolerable.

Normalmente el concepto de poder se focaliza en el ámbito político. En este contexto, la afirmación de que el poder corrompe es especialmente venenosa hacia los principios más básicos de la democracia, puesto que estamos humanizando al cargo público corrupto e implícitamente disculpamos a quien saca provecho propio de su posición de poder.

Hemos asumido que una élite con acceso al poder puede ser corrupta por el simple hecho de gobernar; es decir, negamos tácitamente la posibilidad de que ciertas personas puedan haber decidido acceder al poder para lucro propio, y además nos convencemos de que el poder es tan malo que las ha corrompido. Por tanto, hemos exonerado al corrupto, ya que éste pasa a ser visto como inevitable víctima del poder.

Así, la ética de quien ostenta un cargo de poder pasa a un último plano que ni siquiera se plantea entre la ciudadanía. Éste es el único modo en que se puede explicar que cargos políticos con imputaciones por corrupción vuelvan a ser votados en sucesivas elecciones. Quien vota a quien sabe corrupto, ¿acaso no es en cierto modo cómplice de los latrocinios cometidos por aquél?

Es por tanto necesario realizar un ejercicio de autocrítica: ¿cuántas veces hemos oído decir aquello de “hay que comprender que si yo tuviera un puesto importante también intentaría beneficiarme de aquél”? Es una frase que mezcla la frustración hacia un colectivo en el que se ha dejado de confiar y la picaresca patria de la que, desgraciadamente, tanto alardeamos. A quienes realizar tales afirmaciones habría que preguntarles si piensan que realmente ellos tienen posibilidad de gobernar o acceder a algún cargo de responsabilidad? Justificamos el fraude del pez gordo por si, en algún hipotético día, llegamos a ser poderosos podamos llevarnos nuestro trozo del pastel.

La visión de la corrupción como actitud generalizada entre la casta política no es sólo falsa, sino que conviene a los verdaderamente corruptos, al generalizar artificialmente su conducta. Hay muchos más políticos honrados que corruptos, si no directamente podremos afirmar que no vivimos en nada que se parezca siquiera a una democracia. Sólo que de los primeros no se habla, mientras incluso se ensalza desde algunos medios la "habilidad" de los segundos para no ser encausados. De este modo, la corrupción y la disculpa de aquélla por parte de muchos ciudadanos -y medios de comunicación- denota un importante déficit democrático que además socava la credibilidad de los políticos y a la democracia en sí misma. Cada vez es más acusado el desplazamiento de la casta política, en cuanto a poder real, por grandes empresarios y banqueros; hecho del que el pueblo apenas se inmuta. No vale decir “políticos corruptos”, lo que es necesario es tener el valor de identificar a quienes verdaderamente lo son y exigirles responsabilidades hasta las últimas consecuencias.

Como es de sospechar, el ejercicio de señalar a los corruptos no es sencillo. Hay presiones, compromisos, lealtades y demás obstáculos por sortear. La principal herramienta para ello es la transparencia, que ha demostrado su eficiencia en los países donde más escrupulosamente se aplica. El caso de Finlandia es el paradigma de la lucha contra la corrupción gracias a su política de transparencia total[1], hecho reconocido desde organismos internacionales[2]. En el caso de España la transparencia es una quimera que habitualmente entra en conflicto con el derecho a la privacidad, confundiéndose deliberadamente lo privado con lo íntimo. Transparencia significa transparencia total. Si no se conocen las rentas, los bienes, las relaciones interesadas -empresarios, grupos de poder- de los cargos elegibles, se está dejando la puerta abierta a la corrupción.

Queda, por supuesto, la responsabilidad del ciudadano, del votante, de exigir a sus representantes honestidad, ética, uso responsable de su cargo de poder. Para ello, ha de fomentarse la democracia participativa, la adecuación de las leyes de iniciativa popular para evitar que democracia se reduzca al ejercicio de depositar el voto en la urna. Pero, incluso antes de todo aquello, el ciudadano ha de ser consciente de su particular situación de eslabón más débil de la cadena, de que existe una lucha real de clases, donde en estos momentos la clase dominante va venciendo por goleada, y que el único modo de revertir la situación pasa por despertar la conciencia de que las actitudes egoístas e hipócritas que justifican la corrupción debilitan lo público y fortalecen a aquellos otros poderes que no son elegibles. Así, la ciudadanía ha de ser crítica y escéptica ante cantos de sirena de quienes prometen jauja, pero no explican lo que harán cuando gobiernen y con quienes.


[1] "Así lucha Finlandia contra la corrupción (y no lo hace España)". 4/11/2010.

domingo, 25 de diciembre de 2011

¡Feliz Solsticio de Invierno!

El solsticio de invierno no es más que el día del año en el que tiene lugar la noche más larga para, a continuación durante los próximos seis meses, producirse el alargamiento de la duración del día. La celebración de este acontecimiento lleva produciéndose desde tiempos inmemoriales, sustituida en la cultura cristiana por la Navidad desde el año 350, cuando el papa Julio I decide que el 25 de diciembre sea la fecha del nacimiento de Jesucristo.

En primer lugar, es obligado afirmar que es difícil hablar de felicidad en una época como la que nos está tocando vivir, donde los derechos que la ciudadanía consideraba inamovibles han demostrado ser meras concesiones que fueron útiles a las élites gobernantes durante unas décadas, que ahora sin embargo han pasado a ser accesorias.

Independientemente del contexto económico, histórico o cultural, estas fechas han sido de motivo celebración para la mayoría de las civilizaciones. Han bastado unos mínimos conocimientos de astronomía para que la humanidad descubriese el patrón estacional de la duración de los días y las noches. Ya el monumento de Stonehenge, construido sobre el 2500 a.e.c., tenía entre sus funciones la identificación de los solsticios. El solsticio de invierno señala el final del acortamiento de los días, un anuncio de que durante los próximos 6 meses la duración de aquéllos se prolongará, lo que brindará un creciente número de horas de luz, necesaria para las civilizaciones más antiguas cuya iluminación se reducía a antorchas y hogueras. También significaba, sin embargo, el inicio del invierno, los meses de la hambruna, por lo que se procedía al sacrificio de animales que de otro modo habría que alimentar con los escasos recursos disponibles en aquella estación.

Cada civilización integraba el solsticio de invierno con sus costumbres religiosas, así en Roma se celebraba el Dies Natalis Solis Invicti, el Día del Nacimiento del Sol Inconquistado, un festival que llegaba a su apogeo el 25 de diciembre, coincidente con el solsticio de invierno según el calendario juliano. Entre el 17 y 23 de diciembre se celebraban las Saturnales, fiestas que coincidían con la finalización de la fermentación del vino, donde se sucedían banquetes, diversiones e intercambios de regalos. Los hogares romanos se decoraban especialmente para la fecha, a los esclavos se les permitían ciertas licencias, incluso la posibilidad de ser servidos -sólo durante esos días- por sus amos. La razón de esta celebración vino con motivo de la dura derrota romana frente a los cartagineses en la Batalla del Lago Trasimeno (217 a.e.c.). Así se evocaba al dios Saturno, dios protector de siembras y cosechas, representante de la edad de oro de la mitológica griega -Saturno es el dios equivalente a Cronos- en la que los hombres vivían felices, sin separaciones sociales.

El ascenso del cristianismo a religión dominante en Roma le llevó a la apropiación de muchas costumbres paganas. El día del nacimiento del Sol no sería menos. En 350 el papa Julio I haría coincidir aquella fecha con la del nacimiento de Jesús de Nazaret, aunque no hubiere ningún registro documental que mencionase tal día. Esta operación de marketing premedieval permitió asociar directamente al dios cristiano con el Sol, lo que facilitaría la inevitable absorción del paganismo por el cristianismo.

Por tanto, la Misa del Gallo no es más que la conmemoración del solsticio de invierno, mientras que -paradojas de la vida- la celebración de la Navidad no es más que la degeneración de un rito romano que recordaba que los hombres podemos ser iguales, reducido en nuestros días a un irritante culto al consumismo.

Si hay algo positivo en la Navidad es que, una vez estudiados sus orígenes, nos sirve para recordar que los precursores de nuestra civilización moderna celebraban unos días en honor a la igualdad entre los seres humanos. Las economías de Grecia y Roma se sustentaban en la mano de obra esclava, de ahí la diferenciación entre las clases de los hombres libres y los esclavos. Hoy en día, aunque hayamos superado el esclavismo como motor de la economía, sigue teniendo lugar una lucha entre clases que se agudiza según el neoliberalismo va imponiendo  su doctrina. Los trabajadores podemos, por tanto, celebrar las fechas navideñas sin necesidad de connotaciones religiosas, unos días en los que podamos especialmente recordar -al igual que hacían los esclavos en Roma- que alcanzar la Edad de Oro de la humanidad no sólo es posible, sino un objetivo por el que todo ciudadano debería luchar.

lunes, 19 de diciembre de 2011

Diccionario de la Crisis: mercado

mercado.
(Del lat. mercātus).
~s. 
1. m. pl. Ente impersonal utilizado como excusa por gobiernos de corte neoliberal para el desmontaje de las conquistas sociales y derechos conseguidos en épocas anteriores por las clases populares. Los mercados requieren nuevos sacrificios.
2. m. pl. Prestamistas de los que dependen los gobiernos, fuertemente endeudados a consecuencia de bajar los impuestos a los grandes capitales y avalar a bancos en apuros en vez de nacionalizarlos o dejarlos que quiebren.
3. m. pl. Agentes financieros que especulan con la deuda pública de un estado.
4. m. pl. Banca financiera, agentes que manejan fondos de inversión y fondos soberanos (de Estados productores de petróleo o con grandes reservas de divisas), además de especuladores de toda ralea.*
~ transatlántico.
1. m. Etapa de la construcción de un nuevo bloque político transatlántico, de la formación de una nueva forma de Estado común a dos continentes. Esta nueva formación política bajo dirección estadounidense tiene el objetivo de imponer nuevas relaciones de propiedad, a saber, poner los datos personales a disposición de las instituciones públicas y de las empresas privadas.**
libre ~.
1. m. Eufemismo que presupone la competitividad libre, justa e igualitaria en mercados no regulados, restando importancia a la realidad del dominio del mercado por parte de monopolios y oligopolios dependientes de los rescates estatales masivos en tiempos de crisis capitalista. Libre alude específicamente a la ausencia de normativas públicas e intervención del Estado que defiendan la seguridad laboral, así como la protección de los consumidores y el medio ambiente. En otras palabras, el término "libertad" enmascara la desvergonzada destrucción del orden ciudadano por parte de los capitalistas privados a través del ejercicio desbocado del poder político y económico.***
2. m. Eufemismo para aludir al gobierno absoluto de los capitalistas sobre los derechos y los medios de vida de millones de ciudadanos; en esencia, la auténtica negación de la libertad.***



Notas:
[*] Definición sugerida en la revista Temas para el Debate, febrero de 2011, cit. en La Europa Opaca de las Finanzas.
[**] Definición de Jean-Claude Paye en "Una nueva organización política: el gran mercado transatlántico", 2 de enero de 2009.
[***] Definiciones de James Petras en "Política del lenguaje". Rebelión, 25 de mayo de 2012.

martes, 6 de diciembre de 2011

Carta abierta a quienes vieron llorar a la ministra italiana

Seguramente tanto usted como yo hemos sido testigos, a través de la prensa, de una de las escenas más lamentables de los últimos tiempos de la política, si es que acaso ya no llevamos suficientes. Los medios de comunicación del mundo entero se han hecho eco de las imágenes de la Ministra de Trabajo de Italia, Elsa Fornero, deshaciéndose en lágrimas tras anunciar las nuevas medidas de ajustes que aplicará su gobierno, muy posiblemente las más duras con las que, hasta el momento, se haya castigado a los ciudadanos de aquel país.

"Ha tenido un enorme coste psicológico para nosotros tener que pedir un sacr...", decía la ministra antes de romper a llorar, mostrando un nivel de impotencia que contrastaba con la frialdad del Primer Ministro, el tecnócrata Monti, quien añadiera con indiferencia: "Creo que quería decir sacrificio, como probablemente habrán entendido".

Un nuevo sacrificio en el altar de los dioses de los mercados, donde la víctima es el bienestar de los ciudadanos. En esta ocasión la suma sacerdotisa se derrumbó al tomar, quizás, conciencia de la magnitud de las implicaciones de su anuncio. ¿Qué pudo pasar, si no, por la cabeza de la ministra Fornero para perder la compostura de tal manera?

A estas alturas uno ya no sabe si pensar que realmente nos encontramos ante una escena espontánea de aflicción o ante una elaborada manipulación de la opinión pública, quizás un retorcido consejo del equipo de psicólogos que ayuda a los ministros italianos a mantener la cordura, un modo mezquino de ganarse la empatía hacia un sufrimiento presuntamente compartido entre pueblo y gobernantes.

Pero quiero pensar que ha de ser un peso terrible para la conciencia de cualquier persona el hecho de sentirse cómplice de un golpe de estado a la democracia, del empobrecimiento de un pueblo, del latrocinio de derechos fundamentales, de la ignominiosa condena a siguientes generaciones a no poder soñar. Porque esta Europa de los tecnócratas, la Europa sumisa al dogma neoliberal, tiene como único objetivo reducir a la clase trabajadora a un puro instrumento para el lucro de los grandes poderes.

Posiblemente la ministra Fornero ha comprendido demasiado tarde que el Tratado de Maastricht, la Constitución Europea, el Consenso de Viena -que con toda probabilidad, en su día, ella aplaudiese con fervor- han sido piedras perfectamente colocadas en el arduo camino de la Democracia y los Derechos Humanos. Valores que se van transformando, desde que se creó esta inmunda crisis de las excusas, en una utopía aún más lejana que las que ensoñaban revolucionarios de épocas pasadas.

Les invito a imaginar, por un momento, que esas lágrimas de impotencia se hubieran transformado en un arranque de dignidad. Que la ministra hubiera mirado a las cámaras presentes en aquella rueda de prensa, se hubiera dirigido a cada ciudadano y ciudadana de Italia -y de Europa en su extensión- y les hubiera contado lo que pasaba por su mente.

Podría la ministra haber explicado con claridad que cada sacrificio a la ciudadanía es intolerable, que cada conquista social es sagrada y absolutamente nadie tiene derecho a violar los pasos hacia delante dados por la Humanidad. Sabedora, por su estatus de académica, de que existen alternativas a tantos sacrificios innecesarios, que bien seguro que algunos de sus compañeros docentes, economistas críticos con el dogma neoliberal, le habrán detallado. Sobre todo, porque a estas alturas, ya sabemos que la sed de sacrificios de los llamados mercados es insaciable, que sólo será calmada por un tiempo para luego exigir más y más, hasta que ya no quede nada.

Hubiera también añadido que los derechos que no se ejercen se pierden, y ahora hay demasiado en juego como para no hacer uso de los pocos que aún van quedando. El derecho a manifestarse es ahora más valioso, y aún útil, que nunca. Bien podría la ministra haber invitado al trabajador, al pequeño empresario, al inmigrante, al desempleado a salir a la calle, a movilizarse, a exigir políticas económicas alternativas y, por tanto, el fin de la sangría que alimenta la insaciable codicia de la Banca, de las grandes multinacionales, de los empresarios sin escrúpulos que desean sacar tajada de la situación para tener arrodillados a sus empleados.

Porque bien podría haber recordado la ministra que hay más cosas que nos unen como ciudadanos de las que nos separan. Sus lágrimas sin duda reflejaron la tristeza de quien se siente títere de los grandes poderes, mercenaria a sueldo del gran capital, pero también es madre, hermana, vecina. Así bien podría haber recordado a los ciudadanos que, independientemente de su voto en pasadas elecciones, todos -absolutamente todos- son gobernados por gente a quienes no han elegido. Si alguna vez fue emocionante para algunos ondear banderas con el logotipo de su partido para celebrar una victoria electoral, más aún tendría que serlo salir a la calle para luchar pacíficamente todos juntos por la Democracia. Una democracia integradora, donde la economía esté al servicio de la mayoría y no al revés, en la que el frente común sea el bienestar de los ciudadanos, necesitados, ahora más que nunca, de estar unidos contra el mismo enemigo que atenta contra sus derechos; ciudadanos que forman parte, hoy más que nunca, de una misma clase.



domingo, 4 de diciembre de 2011

Un cortafuegos contra las tendencias populistas

Un reciente artículo de Alberto Garzón explica con mucho acierto el importante rol involuntariamente asumido por el movimiento 15M como cortafuegos de tendencias populistas similares a las que surgieron durante anteriores crisis. Este artículo profundiza en los argumentos esgrimidos por el autor a partir del análisis de lo acontecido en épocas pasadas.

Con el estallido de la crisis en 2008 los medios de comunicación nos enseñaron que los términos “crisis” y “oportunidad” comparten ideogramas en el idioma chino. Muchos analistas y expertos de plató aprovecharon aquella casualidad lingüística para difundir la moraleja de que la crisis encontraría su final una vez que aprendiésemos a identificar y aprovechar las oportunidades que se nos presentasen. A fecha de hoy, visto el desolador panorama que se cierne sobre los ciudadanos, podemos afirmar que las supuestas oportunidades asociadas a esta crisis han sido exclusivamente para el uso y beneficio de los grandes poderes empresariales y financieros, que han instrumentalizado la situación para proceder a la desarticulación del estado del bienestar en todo Occidente, comenzando por los países periféricos donde aquél ha estado implantado con menos fuerza.

Resulta, cuando menos, de mal gusto seguir oyendo hablar de oportunidades habida cuenta de la cantidad de damnificados -mayoritariamente familias condenadas a vivir bajo el umbral de pobreza- que lleva cobrados esta crisis, identificada por muchos como la peor de la historia moderna. Y es que no se trata de un fenómeno que afecte exclusivamente al mundo económico y financiero, como los medios tanto insisten en remarcar, sino que nos enfrentamos a una profunda crisis de civilización cuya salida, a la vista del camino que se está tomando, se vislumbra lejana en el tiempo. A la ciudadanía se le ha presentado esta crisis como un evento incontrolable, poco menos que una catástrofe natural cuya solución pasa por aceptar una serie de sacrificios que implican la renuncia a la mayor parte de derechos y conquistas sociales adquiridos durante el último siglo y medio.

Así, los ciudadanos se enfrentan desarmados a una contrarrevolución orquestada desde los grandes poderes. Ante el estado de shock que ha ido presentando la sociedad ante la crisis, el capitalismo no necesita ya del toque edulcorado del estado del bienestar como elemento de control de posibles descontentos. El neoliberalismo exige el cumplimiento de su dogma a rajatabla, donde la protección social -educación y sanidad universales, sistema público de pensiones, seguro público de desempleo, etc.- simplemente le resulta molesta. Con la excusa de sortear la actual crisis, la ciudadanía asiste taciturna al sacrificio de derechos que pensaba inamovibles. El altar de los mercados lo exige, y muchos ciudadanos lo aceptan con resignación, incluso algunos lo aplauden en esta huida hacia delante que condena a futuras generaciones de gente corriente a vivir peor que quienes les precedieron.

Es cuestión de tiempo de que la frustración provocada por la situación actual se extienda a una parte mayoritaria de la población. Tal como indiqué en un artículo anterior, la falta de perspectivas reales conllevará importantes polarizaciones de opinión en la clase trabajadora. Al igual que después del crack de 1929, las peores ideologías encontrarán en una población desencantada el lugar idóneo donde plantar las semillas del totalitarismo y el odio. En aquella ocasión, movimientos políticos de corte populista  aprovecharon oportunamente el descontento generalizado de la población para alcanzar el poder en algunos estados europeos. Esta vez, por suerte, una ciudadanía informada, con infinitamente mayor nivel cultural y educativo que entonces, ha tomado la delantera, movilizándose, esgrimiendo argumentos, exigiendo democracia en su sentido real.

Al respecto, Alberto Garzón identifica al movimiento 15M como un cortafuegos ante las amenazas de un resurgir populista[1]. Efectivamente, el populismo se basa en la alienación de la ciudadanía, en su conversión en una simple masa pasiva fácilmente manipulable. Como resulta evidente, esto entra en contraposición con el espíritu que, hasta ahora, ha ido demostrado el movimiento 15M donde ha primado la inteligencia colectiva. Este movimiento ha canalizado con bastante eficiencia la frustración de parte de la población, movilizándola masivamente -algo realmente resaltable habida cuenta de la tradicional pasividad de la población española- en las diferentes convocatorias que han habido hasta ahora. Puede incluso considerarse un pequeño éxito el hecho de que se haya evolucionado en la identificación de los culpables de la crisis, cosa que se ha notado en las pancartas de las manifestaciones, las cuales inicialmente se centraban en las responsabilidades de los políticos, mientras ahora señalan principalmente a los banqueros y grandes empresarios.

Garzón cita a Slavoj Žižek, para quien “el populismo, en última instancia, siempre está sostenido por la frustrada exasperación de la gente común, por el grito de ‘yo no sé lo que pasa, ¡pero ya he tenido bastante! ¡No puedo más, esto debe parar!‘”. La oferta de “sumarse al cambio” del PP en las pasadas elecciones se nutría, en buena parte, del sentimiento expresado por Žižek. Muchos votantes tradicionalmente socialistas hicieron de tripas corazón para dar su voto a un partido cuyo único significado para ellos era el fin del gobierno de Zapatero, haciendo bueno el “¡esto debe parar!”. La decepción ante un gobierno que había traicionado su “no os fallaré” de 2004, el mismo que había desvelado finalmente su faceta más servil al Banco Central Europeo, podía más que la natural desconfianza hacia quien no explica nada de sus futuros planes de gobierno.

Ahora bien, Rajoy no nos va a sacar de esta crisis. No se trata de simple desconfianza hacia su persona, ni siquiera de duda ante sus no desveladas intenciones. La salida de esta crisis implica necesariamente la ruptura con el neoliberalismo -precisamente la doctrina económica abrazada por el PP-, la valentía de establecer políticas a nivel estatal y europeo incompatibles con las medidas de austeridad exigidas desde la troika comunitaria[2]. Es previsible que la decepción de la ciudadanía no haga más que crecer en los próximos años. Al respecto, Karl Polanyi afirmaba que “la desregulación agresiva y los avances ultraliberales son la antesala del fascismo, ya que éste último nace como intento social de protegerse ante los excesos de extender el libre-mercado”.

El viraje hacia tesis aún más populistas, algunas rallando el fascismo, por parte de algunos partidos del panorama político español tendrá lugar en función de que el dramatismo de la crisis se haga más patente. Se buscarán culpables, blancos fáciles a quienes se satinizarán y señalarán como elementos non-gratos de la sociedad, enemigos declarados de la masa pasiva, por fin agarrada al clavo ardiendo de la intolerancia y el extremismo.

Merece la pena echar un vistazo atrás en el tiempo, a la Alemania de después del crack de 1929, cuando el desempleo se había triplicado en pocos meses, alcanzando la cifra de 3 millones de parados, que llegaría a los 6 millones dos años después[3]. En aquel entonces, las políticas del gobierno de turno fueron dirigidas para asegurar los beneficios del tejido empresarial. La excusa, la misma que ahora: crear empleo. Sin embargo, mientras el paro no descendía, las medidas tomadas chocaban con la oposición de los movimientos obreros, al ser directamente lesivas con los intereses de la clase trabajadora. Los sindicatos obreros representaban, por tanto, un obstáculo para los grandes poderes. En 1932, Adolf Hitler se reunió con los grandes banqueros y empresarios alemanes para mostrarles un programa acorde a sus deseos: eliminar a los sindicatos obreros, acabar con los subsidios de desempleo, con la seguridad social y, en general, con los derechos de los trabajadores.

De vuelta a los momentos actuales, es de esperar la próxima proliferación de movilizaciones y huelgas generales. Los medios de comunicación tradicionales, al servicio de los grandes poderes, no tardarán en satanizar a los principales organizadores de aquéllas, los sindicatos obreros. Si con el argumento de que las huelgas afectan negativamente a la economía ya se ha dado el caso de políticos que han pedido la limitación o supresión del derecho a huelga[4], es cuestión de tiempo de que los sectores más populistas aprovechen el descrédito actual de los sindicatos para exigir su desaparición.

La ciudadanía tendrá, más bien pronto que tarde, que elegir entre el ejercicio de la inteligencia colectiva o su conversión a masa homogénea no pensante. El movimiento 15M mantendrá su papel de cortafuegos del populismo en tanto siga la senda de identificar y señalar a los culpables reales de la crisis, a los grandes poderes financieros y empresariales, que tanto se benefician de la situación creada. No obstante, Alberto Garzón advierte del peligro del discurso que parte del 15M mantiene acerca de los políticos. El “no nos representan” implica la canalización de la frustración de la ciudadanía hacia la clase política en general, no hacia las causas reales, lo que exonera a los grandes poderes económicos de su responsabilidad real ante la opinión pública. Como indica Julio Anguita, "el lenguaje propio del fascismo" es "coger a toda la política y a todos los políticos sin excepción como responsables"[5].

Ahora más que nunca es necesario luchar para asentar una base que canalice las naturales frustraciones de la ciudadanía hacia un cambio de sistema económico alejado del neoliberalismo que tan dañino está siendo para las clases populares.


Notas:
[1] Alberto Garzón, “El movimiento 15M como cortafuegos”, 30/11/2011.
[2] Políticas alternativas se presentaron en el libro Hay alternativas. Propuestas para crear empleo y bienestar en España, comentado en este mismo blog.
[3] Se recomienda el artículo "Historia: ¿Cómo llegó Hitler al poder?", agosto 2009.
[4] "El PP estudia limitar el derecho de huelga". Deia, 31/10/2011.
[5] "Anguita apoya por su 'dignidad extraordinaria' la decisión de IU Extremadura para la gobernabilidad regional". Europa Press, 18/11/2011.